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                     Ni siquiera la victoria de España 
					frente a Croacia –por cierto, convendría invitar este verano 
					al alemán Stark, árbitro del partido, a pasarse unas 
					vacaciones ‘caribeñas’ superiores a las que ha venido 
					disfrutando Dívar: presidente del Consejo General del 
					Poder Judicial-, ha impedido que la gente se olvide de la 
					crisis y que hable de corrupción más que nunca. 
					 
					Mangancia y trinconeo son palabras que han vuelto a 
					recuperar protagonismo en todas las conversaciones. La 
					gente, en tiempos tan difíciles, no tiene pudor alguno en 
					decir que si los de arriba trincan, estando menos 
					necesitados, ¿por qué no trincar todos?  
					 
					Robar es, como dice la persona que tengo a mi lado, la 
					tentación fácil en tiempo donde son ya legión los 
					damnificados por culpa de la corrupción de muchos 
					gobernantes. Gobernantes, banqueros, funcionarios, 
					particulares… (ladrones profesionales o aficionados). 
					 
					Hay muchas formas de ser corrupto. De entre ellas destaca la 
					de concederles privilegios a los próximos: entiéndase por 
					próximos a familiares, amigos y personas con las que los 
					políticos están en deuda por variados motivos. Ya sea porque 
					éstas les abrieron los caminos para situarse en la cresta de 
					la ola, bien para comprar silencios, o con el fin de que sea 
					el testaferro de turno quien vaya llenando la faltriquera 
					que un buen día podrán repartirse como lo que son…  
					 
					Suena a tópico, pero es cierto que la corrupción de los 
					gobernantes, en última instancia, es culpa de los 
					gobernados. Primero, por no ejercer su vigilancia 
					obligatoria. Segundo, por atribuirles poderes excesivos. 
					Quien así se expresa, se queda tan pancho tras decir lo que 
					ha dicho. Como si fuera fácil evitar un mal tan contagioso 
					como el mal que desciende de lo alto, de quienes deberían 
					ser ejemplares, y son, además de corruptos, corruptores. 
					 
					Sí, los políticos corruptos son corruptores. No hay más que 
					ver la admiración que entre la masa despierta cualquier 
					ladrón de guante blanco. Causa incluso envidia en la 
					sociedad que está dispuesta a dejarse corromper. Con el fin 
					de vivir a lo grande.  
					 
					Hay políticos, muchos, que no se conforman con estar tan 
					bien remunerados. Es decir, ganando dineros que no han 
					ganado nunca y que nunca ganarán cuando dejen un oficio que 
					va camino de convertirse en un refugio de pícaros. Si no lo 
					es ya. Bien es cierto, que los pícaros, antecesores suyos, 
					con los que tanto hemos disfrutado en los clásicos, “robaban 
					para vivir; éstos, para vivir mucho mejor”. 
					 
					Y mientras ellos están viviendo mucho mejor, esto es los 
					políticos, sin privarse de nada, llenos de promesas 
					incumplidas y de palabras empeñadas, los demás nos 
					despertamos cada mañana angustiados por lo que nos pueda 
					ocurrir: el hijo que llama porque ha sido despedido de su 
					empleo; la hija que había hecho planes y se encuentra con 
					que le han bajado el sueldo hasta límites que tendrá que 
					hacer malabares para poner la olla diaria, debido a que el 
					marido lleva ya la tira de tiempo sin trabajar y se ha 
					quedado sin paro; el amigo que llora en silencio la tragedia 
					de verse sin tajo a una edad en la cual nadie le va a tender 
					una mano laboral… Y así podríamos seguir enumerando casos y 
					situaciones lamentables que están a la orden del día. 
					 
					Mientras la tragedia continúa, los corruptos de todos los 
					partidos, que no son pocos, emponzoñan el ambiente. El aire 
					que respiramos. Sobran muchos políticos. 
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