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					Si repasamos la historia observando con detenimiento los 
					diferentes episodios que han sacudido nuestra memoria, 
					podemos comprobar que siempre hemos vivido bajo el signo de 
					algún temor. Tomemos por ejemplo, como punto de partida, el 
					año mil. Su advenimiento estuvo sacudido por todo tipo de 
					temores, el fin del mundo se acercaba, el cristianismo, 
					perfectamente instalado en la sociedad altomedieval, actúa 
					como correa de transmisión de las ideas que llevan 
					directamente al juicio final, su desactivación por la vía de 
					los hechos, no desanimó a sus promotores, errores en las 
					cuentas, ajustes planetarios, no importa, lo verdaderamente 
					importante es su calado social, permitiendo mantener a 
					grandes grupos sociales bajo la espada de Damocles de 
					cualquier miedo, hace pocos años que, a pesar de nuestros 
					avances, hemos podido vivir algo parecido, salvando las 
					distancias, con la llegada del segundo milenio, pero como 
					pudimos observar, su paso no arredra a sus defensores. 
					 
					Recientemente podemos recordar la guerra fría, autentico 
					mecanismo polarizador de las sociedades modernas, o se era 
					comunista o se era capitalista y el miedo a una 
					confrontación nuclear atenazó los corazones de los que 
					vivieron esa época. 
					 
					Tras la caída del muro de Berlín respiramos más tranquilos, 
					pero por poco tiempo, el terrorismo de corte islámico 
					radical volvía a revivir esos temores, esta vez más 
					indeterminados y difíciles de situar. 
					 
					En tiempos de bonanza económica ha sido el cambio climático, 
					y ahora que la economía está en declive el miedo a un crack 
					como el del 29 nos vuelve a dejar sin aliento. 
					 
					Vivimos bajo el signo del miedo, nuestras sociedades 
					occidentales se mantienen bajo una atmósfera de pesimismo y 
					cautela, de vivir pensando en cuando las cosas empeoren. 
					 
					No importa que superemos un obstáculo, siempre hay otro 
					detrás, es como si fuera siempre necesario ese estrés 
					adicional para mantenernos bajo control, dentro de la orbita 
					de lo políticamente correcto. 
					 
					Cabría preguntarse porqué, como mínimo. Pero no lo hacemos. 
					 
					Nuestro deseo es vivir por encima de cualquier otra 
					consideración y sentirnos protegidos y seguros. Cada vez 
					más. 
					 
					Y cuanto más envejecemos más cautos nos volvemos, más 
					desconfiados, más avaros. 
					 
					Tampoco significa que hagamos nada para conjurar nuestros 
					temores, simplemente convivimos con ellos, si superamos uno, 
					pasamos al siguiente, no hay problema. 
					 
					¿Ello es a causa de los llamados poderes fácticos? ¿se apoya 
					en las ideas judeo-cristianas de pecado y castigo? ¿o 
					simplemente somos así de natural? ¿o a una mezcla de todo lo 
					anterior? 
					 
					Si nos situamos en el pasado, podemos ver con cierta 
					perspectiva, que el origen de esos miedos radica en los 
					poderes establecidos, nobleza y clero debían mantener 
					controlado al pueblo llano, de lo contrario el estallido 
					social era inevitable y sus consecuencias impredecibles, 
					pongamos por ejemplo la Revolución Francesa. 
					 
					Pero aunque las sociedades modernas nada tienen que ver con 
					esa sociedad tripartita, seguimos sufriendo desde el poder 
					establecido las consecuencias de esa necesidad de control 
					efectivo, aunque no hablemos de revoluciones, podemos hablar 
					de movimientos que contrarresten la capacidad de 
					modificación, por la vía de los hechos, de las prerrogativas 
					de determinados grupos de poder. 
					 
					El mejor ejemplo lo constituyen la creación de amplias capas 
					de la sociedad, que conforman el soporte vital del sistema, 
					nos referimos a las clases medias, dotándolas de unos medios 
					de vida suficientes como para que el miedo a perder ese 
					estatus sea suficiente como para dar por bueno el sistema. 
					 
					Cuando este se tambalea, es cuando surgen los problemas, 
					aunque no olvidemos que es necesario mantener un mínimo 
					nivel de tensión que permita ejercer un control efectivo, 
					las crisis sociales, políticas y económicas actúan como 
					regulador automático de ese sistema. 
					 
					No debemos olvidar que ya no somos ciudadanos únicamente, 
					somos consumidores, y es desde este punto de vista desde el 
					que debemos analizar nuestro comportamiento grupal. 
					 
					La solución, verdaderamente difícil, es la asunción activa 
					de nuestra responsabilidad, evitando comportamientos de 
					vaivén violento jaleados por las supuestas fuerzas de 
					izquierda, y digo supuestas porque en realidad, si se 
					observa con cuidado sirven al sistema, apoyando determinados 
					postulados que lo que hacen es fortalecer aun más nuestra 
					sensación de inseguridad. 
					 
					Tomemos como ejemplo la idea del estado como elemento 
					homogeneizador de las peculiaridades individuales, si 
					analizamos esta idea, no ya desde la perspectiva del 
					trasnochado socialismo sino desde los postulados actuales, 
					vemos como se clama por un lado contra la globalización y 
					por otro se postula el control estatal como solución a los 
					problemas que nos aquejan.  
					 
					No es fácil sustraerse a ese discurso populista, pero ese el 
					reto, superar nuestros miedos, aceptar los cambios y no 
					dejarse arrastrar por los voceros fatalistas y demagógicos, 
					que cuando alguna vez asumen el mando, no son capaces de 
					resolver siquiera sus propias contradicciones. 
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