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                     De presentarse altaneros y 
					escupiendo por un colmillo, ante Mario Draghi y 
					Ángela Merkel, los gobernantes españoles están ahora 
					lampando porque no se produzca el rescate y, si no pueden 
					impedirlo, al menos que nos cueste lo menos posible. 
					 
					La soberbia de nuestros gobernantes comenzó mucho antes de 
					que los populares ganaran unas elecciones que estaban 
					chupadas. Ya que los socialistas se habían ido ahorcando con 
					su propia soga de no querer reconocer lo que era un secreto 
					a voces: nuestras deudas eran tantas como para excitar a los 
					mercados como la sangre enardece a los tiburones.  
					 
					La arrogancia de los políticos más destacados, y hasta la de 
					cualquier mindundi popular, salió a relucir cuando aún le 
					quedaba un año a Mariano Rajoy para conseguir, al 
					fin, llegar a la Moncloa. Así que no se cortaban lo más 
					mínimo en gritar a los cuatro vientos que las siglas del PP 
					eran tan respetadas en Europa, y en el mundo mundial, que 
					ellas supondrían el mejor aval para que la crisis económica 
					hiciera mutis por el foro. 
					 
					Los políticos del PP trataron de hacernos creer que ellos 
					tenían guardado bajo llave el programa idóneo para que 
					España saliera ilesa de la ruina en la cual la había metido
					Zapatero. A quien hasta se le culpaba de haber 
					permitido los despilfarros cometidos por las comunidades 
					gobernadas por los de la gaviota. Alegando que bien pudo 
					intervenir para evitar que se cometieran tropelías a la 
					carta. 
					 
					Pero el colmo del orgullo desmedido, algo inherente al 
					español, lo sacó a pasear Cristóbal Montoro, en mayo 
					de 2010, cuando se permitió decir: ‘Que caiga España que ya 
					la levantaremos nosotros’. Su desafortunada aseveración, en 
					mayo de 2010, la contó, dos años después, la portavoz de 
					Coalición Canaria (CC) y hasta dijo las razones.  
					 
					No me negarán que una chulería así, que dio la vuelta al 
					mundo, debió hacer pensar a Merkel y demás cargos europeos 
					que se las iban a tener que ver con una partida de vainas y 
					chuflas. Sí, ya sé que algunos de ellos tienen dos o tres 
					carreras y que hablan dos o tres lenguas fluidamente, pero 
					conviene recordar lo que dijo Ortega y Gasset: 
					“Hay quienes son tontos en varios idiomas”. 
					 
					El presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, 
					dejó entrever un día que Luis De Guindos le había 
					parecido un tipo estirado, que va por el mundo oliendo a 
					mierda, creyéndose por encima de todos los demás, cuando sus 
					méritos apenas son probables. En ese preciso momento, me 
					convencí de que el italiano había leído “Un millón de 
					gracias”: libro, cuyo autor es Antonio Burgos (de 
					nada, maestro, por la publicidad).  
					 
					La diferencia entre vaina y chufla es la que existe entre De 
					Guindos y Montoro. Al segundo, le puede la vulgaridad; una 
					cruz que no puede quitarse de encima por más que sea 
					catedrático de no sé qué y haya ocupado cargos 
					importantísimos. Lo delata su sonrisa, en los momentos en 
					que debiera dar ejemplo de una seriedad acorde con el 
					derecho que tiene a cumplir su cometido por el bien de los 
					españoles. 
					 
					Todo lo contado viene a colación por unas declaraciones 
					hechas por la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y que 
					he leído hace veinticuatro horas. En la cual evidencia ser 
					licenciada en chuflerías variadas. Ya que hay que ser muy 
					zoquete para no percatarse de que trata de ridiculizar a 
					Rajoy, despreciar a Zapatero, y hacerle el artículo a 
					José María, su marido. A quien ella idolatra. Como 
					suena. 
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