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                     Hace ya muchos años, cuando en 
					España el hambre hacía estragos y las condiciones de vida 
					eran miserables, los perros que ya no podían cumplir con su 
					cometido de guardianes, perdían el olfato para la caza, 
					quedaban heridos en la contienda o se hacían viejos, eran 
					abandonados a su suerte. Y se les veía callejear por pueblos 
					o ciudades en los que los laceros los acechaban para 
					cazarlos y darles muerte en las perreras adecuadas al 
					efecto. Lugares tétricos. 
					 
					Tampoco se me puede olvidar la crueldad que la gente exhibía 
					cuando tenía a un perro vagabundo a tiro de piedra. El 
					animal era perseguido entre gritos de dale fuerte y allá que 
					corría como un poseso aullando de pánico y de los dolores 
					que le iban causando las patadas y pedradas que iba 
					recibiendo en su desenfrenada huida. Aterrorizado, terminaba 
					cobijado en sitio del cual salía ya moribundo y era 
					rematado.  
					 
					Aquella aversión hacia el mejor amigo del hombre, en los 
					años del miedo y de la canina, al margen del temor a la 
					rabia, fue remitiendo a medida que los españoles iban viendo 
					cómo los primeros turistas, sobre todo los ingleses, 
					cuidaban a sus mascotas. Unos cuidados que tardaron en 
					entender. Pero que hicieron mucho bien entre quienes incluso 
					se escandalizaban cuando veían el tratamiento que los 
					extranjeros daban a sus animales de compañía. 
					 
					Eso sí, dado que la cabra siempre tira al monte, aún 
					recuerdo que, viviendo yo en Mallorca, año de 1975, cuando 
					España ya no era aquel país montaraz de la posguerra, leí la 
					siguiente noticia: Málaga: “Ciudad de exterminio”. De 
					exterminio de perros y gatos. Aquel verano del 75, según 
					estadísticas, en la Costal del Sol se llegó a matar la 
					escalofriante cifra de 6.000 perros y cerca de 1.000 gatos.
					 
					 
					Cierto es que había habido brotes de rabia en aquel verano 
					-estación propicia, rabia que también podía provenir de las 
					ratas-, y aprovechando que hubo una desgracia, se procedió a 
					una matanza de animales ejecutada con un sentido vindicativo 
					y hasta con revanchismo social; pues no faltaban periodistas 
					y concejales eficaces que se escandalizaban por el buen 
					trato que muchos perros recibían ya de sus propietarios. 
					 
					Aquel verano –malagueño- se distinguió por ser tenido como 
					el verano en el cual se convirtió en una especie de deporte 
					la persecución de perros y gatos. Perros y gatos abandonados 
					por sus dueños, ya cazadores o tipos con la hiel reventada. 
					Fueron perseguidos para darles muerte de manera ignominiosa. 
					Exagerada era la conducta del ayuntamiento malagueño al 
					poner multas de 10.000 pesetas a dueños de perros no 
					portadores del incómodo bozal. Lo que dio pie a que la 
					aversión hacia los animales fuera aumentando. Y hasta se 
					habló de mafias de cazadores. Donde los buenos vieron 
					perjudicados sus nobles comportamientos por causa de otros 
					que usaban a los perros a conveniencia y luego se cebaban 
					con ellos. Hay cazadores que siguen comportándose de forma 
					que piden a gritos castigos ejemplares. Pero la 
					administración, en este caso, mira hacia otro lado. Es lo 
					que viene haciendo el consejero de Sanidad de Ceuta.  
					 
					Lo escrito está dedicado a los propietarios de perros que me 
					lo han pedido. Incluso me han dicho que hay cierto 
					periodista escribiendo del asunto al dictado de la autoridad 
					competente. Vamos, que es sobrecogedor. No lo sé. Pero… 
					conviene referirlo. 
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