| El mundo se mueve en un peligroso 
					terreno de desigualdades, que empiezan por indignarnos y 
					acaban por desesperarnos. Fruto de estas diferencias entre 
					personas, en su mayoría gestadas injustamente, son la 
					multitud de movimientos sociales que invaden todos los 
					países. Es imposible no enfurecerse al ver los sufrimientos 
					humanos. Tenemos la obligación ética y moral de actuar, por 
					un lado, ante la desigualdad en el acceso a bienes 
					esenciales, como alimentos, agua, vivienda, salud y 
					educación, y, por otro lado, ante las distancias entre 
					hombres y mujeres, niños o ancianos. Cualquier tipo de 
					discriminación no cabe duda que nos afecta, tanto individual 
					como colectivamente, puesto que la exclusión para unos y el 
					privilegio para otros, lo que hace es generar desasosiego y 
					conflicto.
 Evidentemente, todos tenemos derecho a que se nos atienda y 
					considere nuestra opinión. En la actualidad nuestro mundo 
					sigue prestando oídos sordos a los que más sufren. La 
					desigualdad, en lugar de achicarse, crece cada día, 
					impidiendo a sectores enteros desarrollarse. Ante estos 
					hechos, la realidad debe imponerse, y han de modificarse 
					estilos de vida, conductas adquiridas en buena medida desde 
					la manipulación. Las riquezas debemos distribuirlas más 
					equitativamente. No se trata de dejar en la miseria a 
					personas, se deben brindar oportunidades en igualdad de 
					mérito y capacidad para todos los ciudadanos. Pensemos en 
					las graves desigualdades para acceder a los recursos 
					educativos o sanitarios. Esta injusta diferenciación vulnera 
					los más básicos derechos de la persona. Con demasiada 
					frecuencia, determinados grupos de poder imponen sus reglas, 
					sin escuchar la voz de los más débiles, contradiciendo de 
					este modo el derecho internacional.
 
 No se puede convivir con un poder que desatiende a los más 
					necesitados. Con razón, multitud de personas se lanzan a la 
					calle, al sufrir en propia carne, que la ley no es igual 
					para todos. Esta marea popular, que toma las plazas en 
					diversos países del mundo, es la expresión de lucha de los 
					excluidos contra una clase dominante que ni les escucha, y 
					que cuando dice escucharles, les engañan. Sin duda, un 
					liderazgo no ejemplarizante hace un daño tremendo a la 
					convivencia ciudadana, por mucha democracia en la que se 
					escude. Por desgracia, muchos ciudadanos solo pueden soñar 
					en sobrevivir día a día, mientras otras personas derrochan 
					lo que otros no tienen. Todas estas contradicciones y 
					situaciones paradójicas son síntomas de falta de humanidad 
					hasta en la misma cúspide del poder.
 
 Ninguna forma de crecimiento es ética, sin una 
					correspondiente mejora en las condiciones de vida de su 
					población más frágil. Para superar esta exclusión que activa 
					tantas desigualdades en un mundo global, hay que modificar 
					estructuras de gobierno, planear planes de igualdad, 
					valorizar la voz de los excluidos, y revitalizar una 
					política redistributiva de recursos sustentada por el pilar 
					de la justicia social. El día en que todos los países queden 
					incluidos en los ejes centrales de la economía mundial, y 
					sus dirigentes ejerzan un liderazgo en favor del bien común, 
					podremos decir que la igualdad ha dejado de ser un derecho, 
					porque se ha convertido en un auténtico hecho real.
 
 Aunque los datos nos indican todo lo contrario, los nuevos 
					tiempos han de encaminarse hacia ese horizonte de igualdad. 
					Habrá muchas brechas que cerrar, pero también muchos caminos 
					que abrir. Esto exige un claro compromiso redistributivo 
					respecto de las producciones del desarrollo y un mayor 
					equilibrio en el reparto. La llave de esta igualdad requiere 
					un pleno empleo, y un empleo decente, acompañado por una 
					política social que complemente las posibles deficiencias en 
					determinados sectores sociales que pueden ocasionar 
					discordancias. Claro que es posible esta vocación 
					igualitaria, siempre y cuando proyectemos otro tipo de vida 
					más solidaria y honesta, que difunda las ganancias entre 
					toda la sociedad. En este sentido, hace bien la Unión 
					Europea en trazar planes de acción para luchar con más 
					cohesión y fuerza contra la evasión y el fraude fiscal.
 
 Ciertamente, los recursos abundan en el mundo. Lo que sucede 
					es que están desigual e injustamente tratados; y esto se 
					debe, entre otras cuestiones, a la existencia de una 
					globalizada camarilla de devoradores, proclives a unas 
					finanzas sin transparencia alguna, con gran secretismo 
					operativo, y que facilitan el blanqueo de capitales, la 
					evasión y el fraude. Indudablemente, el pobre no conoce de 
					estos paraísos fiscales porque nada tiene que aportar a 
					ellos. En cualquier caso, la gente honesta del mundo, 
					aguarda decisiones de las instituciones internacionales para 
					que se haga justicia ejemplarizante. Hasta ahora, los 
					líderes del mundo, no han sido capaz de llevar prosperidad a 
					diversos rincones del planeta, y, por ende, tampoco de 
					reducir las tremendas desigualdades entre ricos y pobres, y 
					aún menos de crear un mundo más justo gobernado de manera 
					más ética.
 
 En definitiva, para desterrar la desigualdad entre mundos 
					dentro de un mismo planeta, se requiere romper con el origen 
					y con la transmisión de ese nacimiento. Se trata de superar 
					todo tipo de exclusiones y de reafirmar el valor del ser 
					humano, como persona superior a todas las cosas. Cada uno de 
					nosotros, desde esta diversidad de culturas hoy 
					globalizadas, tenemos que luchar por esa igualdad perdida a 
					causa de tantas discriminaciones consentidas. Todavía hay 
					demasiada represión consentida, demasiada impunidad 
					alrededor de los poderosos, demasiada mentira esparcida 
					entre los pobres. Realmente aún nos batimos más por nuestros 
					intereses que por nuestros derechos comunes. Nada hay más 
					vergonzoso que un gobierno que hace el mal y el pueblo que 
					lo deja hacer. Ha llegado, pues, el momento de tomar las 
					riendas ciudadanas, de que la luz llegue a todos los 
					moradores del planeta, con la misma pasión que en todas las 
					tierras el sol sale al amanecer, de que a pesar de tantas 
					adversidades todos seamos salvados por una vida digna. Sin 
					duda, el mejor regalo que podemos darle a un pobre es 
					nuestra atención y nuestra comprensión. Por algo se empieza.
 
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