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OPINIÓN - VIERNES, 4 DE ENERO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

El grito de la calle
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Un año, siendo yo muchacho que estaba aún en ese período de tanteo, o sea, calibrando mi nivel educativo, mis aptitudes, mis posibilidades reales, para armonizarlas con mis intereses laborales, me ofrecieron trabajar como temporero en el Ayuntamiento de mi pueblo. Y acepté el empleo de seis meses comprendidos entre marzo y agosto del año 56.

Me destinaron a la consejería de festejos. Al frente del cual estaba un primer oficial que hacía, cada dos por tres, de secretario accidental. Debido a que el secretario cumplía las mismas funciones en uno de los pueblos blancos de la serranía gaditana. Pues alguien me dijo que en aquel tiempo escaseaban los secretarios de carrera.

El Ayuntamiento funcionaba sin necesidad de que el alcalde estuviera en su despacho más que el tiempo preciso. Ya que delegaba en los funcionarios quienes a, su vez, contaban con los jefes de negociados que rendían cuentas al primer oficial y éste al secretario. Y, desde luego, mucho tenían que decir interventor y tesorero.

El alcalde, además, contaba con un secretario particular, de su total confianza. Sí, ya sé que el alcalde era elegido por el Gobernador civil y no pocas veces la alcaldía recaía en una persona rica. Así como las elecciones de concejales se regían por el sistema de tercios de las leyes del régimen de Franco. La que indicaba, con buen criterio, que a los tres años debían ser renovados. Así que los concejales duraban en el cargo nada y menos.

Ni se les ocurra pensar que yo pertenezca a esa banda de los convencidos de que tiempos pasados fueron mejores. Ni por asomo. Pero tampoco conviene desdeñar que en aquellos entonces hubiera modelos municipales de gobernar que bien podrían ser aprovechados, tras limarles las asperezas adecuadas, a fin de recuperarlos para los tiempos que corren.

Desde 1974 hasta la fecha, dicho a vuela pluma, el sufragio universal de los concejales y diputados es descafeinado. Ya que éstos proceden de una lista que hacen los partidos a modo y semejanza de quien más manda en cada uno. Y, claro es, forman muchedumbre que atiende más a sus intereses que a los de los ciudadanos. Y es que, por encima de todo, prima el deseo evidente de medrar. Lo cual convierte a la mayoría en profesionales de la política. Es decir, que se eternizan en los cargos. Cargos que, a su vez, tienden a rodearse de asesores y correveidiles con sueldos de mucha consideración. Y, lo peor de todo, sin ningún fin práctico. Puesto que son los funcionarios quienes deberían cumplir con las misiones que se arrogan casi todos los susodichos.

Viene al caso este preámbulo, hecho de prisa y corriendo y sin el menor ánimo de entrar a debatir con profesionales del asunto, para volver a redoblar el tambor de las injusticias que se vienen produciendo: ¿cómo es posible que haya alcaldes ganando cantidades fabulosas cuando en España la miseria se extiende tan tupida como las enredaderas sobre las tapias de los cementerios? ¿Cómo es posible que haya cargos que ganen una fortuna por el mero hecho de pertenecer a un partido y tener capacidad de domeñar la voluntad de los más rebeldes? ¿Cómo es posible, aprovecho la ocasión, que haya tantos senadores comiendo a costa del erario público para servir de voceros inútiles? ¿Cuándo se reducirán los políticos profesionales a la mitad? Pues hay 450.000.

Es el grito de la calle. Y alguien tendrá que oírlo. Digo yo.
 

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