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                     En la calle se sigue teniendo un 
					mal concepto de los políticos, se sigue odiando a los 
					banqueros, y la gente vive pendiente de cuanto pueda ocurrir 
					con Bárcenas y Urdangarín para volver a creer 
					en la Justicia. De la que dice desconfiar, por su falta de 
					independencia. 
					 
					Semejante panorama ha propiciado que la ira flote en el 
					ambiente. La ira es muy peligrosa. Máxime si ha estado 
					sofocada durante tanto tiempo que está cargada con dinamita 
					y se encuentra almacenada y dispuesta a salir en cualquier 
					momento en forma de explosiones que nos deberían dar miedo. 
					 
					Dicen los interesados en que la gente no se manifieste, que 
					éstas y las huelgas están ya caducas. Pero, además de no ser 
					verdad, hay que reconocer que ambas son un sistema de 
					protesta que tiene el valor del desahogo y resulta saludable 
					porque actúa como válvula para que se afloje la tensión 
					social que padecemos. Que es cada vez mayor. 
					 
					Huelgas y manifestaciones son, también, la antesala de que 
					el pueblo decida embarcarse en la consecución de un cambio, 
					y entonces no habrá fuerza que lo pare. Porque los 
					ciudadanos tienen asumido que si hay corrupción es porque 
					tienen la razonable seguridad que ni ha sido ni será 
					perseguida entre los poderosos. 
					 
					Llevan razón quienes dicen que la ceremonia del voto es la 
					única forma de limpiar la basura política. Pero hay tanta en 
					los partidos hegemónicos; es decir, PP y PSOE, que ya me 
					contarán ustedes cómo las urnas pueden solucionar el 
					problema. Ya que los partidos minoritarios no creo que, 
					actualmente, ofrezcan la menor confianza.  
					 
					Tenemos un ejemplo meridiano en Ceuta. La gente está hasta 
					los mismísimos de los gobernantes actuales. No hay más que 
					prestar atención a las conversaciones que se suscitan en 
					sobremesas y corrillos. Existe el convencimiento de que todo 
					gobernante se quema cuando permanece la tira de tiempo en el 
					cargo.  
					 
					Verdad es que doce años presidiendo un Gobierno es una 
					eternidad. Y, claro, sucede que lo habitual se convierte en 
					rutina: “Costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer las 
					cosas por mera práctica y si razonarlas”.  
					 
					Y sucede lo que sucede: que uno se encuentra con un 
					organismo que no ha cesado de contratar a parientes carnales 
					y a parientes políticos; militantes del partido que reclaman 
					el pago de lealtades. Clientela que sobredimensiona una 
					Administración ineficaz y mal organizada y que contribuye, 
					en los malos tiempos que corren, a que se desate el rencor 
					popular contra la función pública. 
					 
					Pero tampoco es menos cierto que la gente, a pesar de que 
					tiene la certeza de que el gobierno local ha olvidado que el 
					mandato proviene del pueblo, con lo que ello significa, se 
					pregunta: ¿A quién votamos cuando llegue el momento? ¿Qué 
					posibilidades tenemos de acertar cambiando de siglas? Y 
					llega a la conclusión de que más vale lo malo conocido… Y a 
					partir de ahí no hay nada que hacer.  
					 
					Puesto que el mero hecho de mencionar el nombre de Caballas 
					produce dentera entre innumerables ciudadanos. Y te miran 
					como si hubieras cometido herejía. Hasta el punto de que 
					uno, que no es dado a la cerrazón, haya hecho en algunas 
					ocasiones defensa de Juan Luis Aróstegui. Aunque les 
					parezca mentira.  
					 
					Y qué decir del Partido Socialista Obrero –de Ceuta- que 
					ustedes no sepan… Y lo que saben es que los socialistas no 
					están en estos momentos nada más que para sopita y buen 
					caldo. Así que nos toca tragar. Tragar con un gobierno que 
					viene haciendo de su capa un sayo. 
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