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                     La carpeta de mis documentos está 
					atiborrada de notas tomadas de mis lecturas. Y adentrarme en 
					ese espacio es algo que me proporciona tanta satisfacción 
					como ponerme a leer un libro que haya despertado mi interés. 
					En ocasiones, antes de principiar a escribir, huérfano aún 
					de asunto del cual opinar, acudo a revisar mis anotaciones 
					en Internet. Y semejante ejercicio me pone en las mejores 
					condiciones para dar mi parecer sobre cualquier cuestión.
					 
					 
					Es lo que me ha ocurrido hoy al descubrir la siguiente 
					anécdota, situada en nuestra posguerra, y que no deja de ser 
					una auténtica lección de estoicismo. Merece, pues, la pena 
					contarla, tal y como yo la registré, hace ya años, en el 
					sitio ya reseñado. 
					 
					Reza así la historia: Ambrosio Doblado Anguita arrea 
					su borriquilla cargada de verduras calle Bernabé Soriano 
					arriba, camino del mercado. Se cruza con un antiguo conocido 
					al que lleva años sin ver. Se saludan. El forastero le 
					formula la pregunta normal estos casos: 
					 
					-¿Cómo se ha pasado la guerra, Ambrosio? 
					 
					-¡Pues no se ha pasado mal! –responde el interpelado-. 
					 
					Mi Luis murió en el 37 en el frente de Aragón, a mi Ambrosio 
					le tuvieron que cortar una pierna en Guadalajara, a mi 
					Felisa la dejó preñada un sargento y luego no quiso saber 
					nada. Ahí la tengo con dos mellizos, uno de ellos 
					cieguecito, el pobre, y yo me quedé viudo el año pasado, 
					pero aparte de eso, no se ha pasado mal. 
					 
					Y el tal Ambrosio se quedó tan pancho. Después de dar una 
					lección magistral de indiferencia o conformidad ante la 
					desgracia. Y yo me he preguntado muchas veces: ¿qué otra 
					cosa podría haber hecho nuestro hombre para sacar adelante a 
					los suyos? Sobre todo a esa hija soltera, madre de dos niños 
					y, encima, uno de ellos cieguecito. 
					 
					Pues lo que hizo: apechugar con sus desgracias, causadas por 
					una guerra incivil, y deslomarse trabajando para que en su 
					casa no faltara la olla de cada día. Eso, o darse matarile. 
					Acogiéndose a la socorrida expresión de que ojos que no ven… 
					 
					La historia de Ambrosio, ocurrida en aquellos años de 
					hambre, miseria y miedo en España, se está produciendo en la 
					actual. Cambiando lo que haya que cambiar. En una nación que 
					parecía haber emprendido el camino de la modernidad y donde 
					hubo políticos que no tuvieron el menor empacho en airear 
					que hacerse rico en este país estaba al alcance de 
					cualquiera.  
					 
					Con aquella mentira -interesada y malvada- se incitó a mucha 
					gente a vivir por encima de sus posibilidades. Tal es así 
					que los bancos se ofrecían a prestarles dineros a quienes 
					incluso gozaban de empleos precarios y que estaban abocados 
					a sufrir en cualquier momento sus consecuencias funestas.
					 
					 
					Cabe recordar, por ejemplo, que el entonces ministro 
					Cristóbal Montoro puso el grito en el cielo en contra el 
					Gobernador del Banco de España. Al advertir éste de que se 
					estaba cometiendo un error imperdonable, prestando dinero 
					sin tino y a tutiplén. 
					 
					De modo que todas las familias que han sufrido en sus carnes 
					semejante tragedia -una guerra económica que mata con armas 
					como los desahucios, el paro, los recortes… y lo que te 
					rondaré, morena- están precisadas de la protección de 
					personajes como Ambrosio: pues para soportar al Gobierno 
					presidido por Rajoy sólo cabe el estoicismo. El cual es 
					practicado todos los días y fiestas de guardar por los 
					jubilados. Y, encima, se les tira a degüello. ¿Qué será de 
					sus hijos? ¡Que Dios los ampare…! Y que la señora De 
					Cospedal siga visitando al Papa. Con peineta y mantilla. 
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