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OPINIÓN - VIERNES, 23 DE AGOSTO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

Nostalgia agosteña
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Cuando llega agosto, me suele ocurrir que algo en mi interior me apremia para que escriba sobre un mes que siempre ha sido crucial en mi vida. Tiempo del calendario que me invita a la nostalgia. Pero no para echar de menos el pasado. Lo cual sería un torpe recurso de defensa, sino para mecerme en la sonrisa que me provocan los hechos que voy evocando.

En agosto, el levante, viento caluroso y seco, procedente del Estrecho, además de molesto, influye en el carácter de las personas. Mi madre solía decir que el levante propiciaba la discordia. Y hasta hacía todo lo posible por evitar las discusiones cuando soplaba.

Calor y levantazo se dan la mano durante los veranos en la Bahía gaditana. De noche, con levante, el ¡centinela alerta! se colaba por la ventana de mi habitación. Era un grito tétrico que llegaba a mis oídos con sordina, lejano… Y a partir de ahí iban sonando todos los alertas: el uno, el dos, el tres… Es decir, las voces de los centinelas del Penal de mi pueblo, pasándose unos a otros el alerta. Aunque yo ya estaba acostumbrado a oír ese grito desconsolado, grave y tembloroso, porque en casa de mi abuela, en la calle de la Zarza, se oía con más sonoridad.

Los domingos por la mañana, mi padre jugaba al dominó en el Casino Laboral. En el casino conocí yo a Miguel del Pino. Primer matador con alternativa de El Puerto de Santa María. Miguel se había doctorado en Algeciras en 1943. Su padrino fue Manuel Rodríguez “Manolete”. Miguel me caía la mar de bien. Cuatro veranos después me dijo que estaba anunciado en los carteles de agosto en El Puerto, con Antonio Bienvenida y Paquito Muñoz. Así que mi padre me prometió llevarme. Y lo cumplió. Mi padre siempre cumplía sus promesas. Salvo fuerza mayor. De él aprendí a no quedarme con nada de nadie y a hacerle frente a mis compromisos. Forma de ser que debe ser considerada, actualmente, como antediluviana.

Miguel del Pino era bajito, enjuto, de aspecto enfermizo, y como torero derrochaba arte a raudales. De él decían que las mujeres eran su ruina. Su cruz. Y que le gustaban los burdeles más que cortar dos orejas en la Maestranza de Sevilla. Bebedor, sin orden ni concierto, no pocas veces salió a la plaza embriagado. Nunca consiguió torear lo que merecía, según decían sus partidarios; quienes culpaban a Manolete de haberle boicoteado. Eso sí, Del Pino, que se vestía por los pies, jamás acusó a Manolete de nada ni tampoco desveló que hubiera el menor motivo de fobia contra él por parte del Califa cordobés.

Lo mejor que he leído acerca de la vida de Miguel del Pino, ídolo de mi niñez, fue un relato de Fernando Quiñones, escritor gaditano, tan celebrado por Borges, y tan olvidado actualmente. “La seguidilla sin cabeza o ahí en la cama está el maestro”, es el título de una realidad disfrazada de cuento. Y que va acompañada de una cita de Shakespeare: “El asombro es que haya vivido tanto tiempo; no hacía más que usurpar su vida”.

Leer a Quiñones, a quien tantas veces vi deambular por los bares del pueblo donde me nacieron, siempre a la búsqueda de ese cante imprevisto, de grandes del flamenco sin pedigrí, contribuye a que mis días de ocio en agosto, desde hace mucho tiempo, resulten gratificantes. Como el aire acondicionado la tiene tomado conmigo, no me queda más remedio que hacerme con el calor tirabuzones, echando mano de la nostalgia para abanicarme con la sonrisa.
 

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