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                     Junio de 1986. Los socialistas 
					vuelven a ganar las elecciones generales con mayoría 
					absoluta. Aunque desciende el número de sus diputados. ETA 
					sigue matando y Felipe González hace verdaderos esfuerzos 
					para no salirse de la senda de la Ley para poner fin al 
					drama terrorista.  
					 
					En octubre llega la gran noticia: Barcelona es elegida como 
					sede de los Juegos Olímpicos de verano de 1992. El hecho es 
					acogido con una explosión de júbilo. El Rey, que vive su 
					momento de esplendor, manifiesta que ‘el éxito del trabajo 
					se ha visto coronado con el éxito de la votación y con el 
					éxito para Barcelona y España’. Dos alcaldes de Barcelona,
					Narcís Serra y Pascual Maragall se elogian 
					mutuamente por haber participado intensamente en una 
					candidatura que ha sido la ganadora. Felipe González 
					declara: ‘La concesión de los JJOO es un reconocimiento a 
					nuestra joven democracia’. Y, entre bastantes declaraciones, 
					pues los triunfos tienen muchos padrinos, surge la más 
					importante: la del presidente del Comité Internacional 
					Olímpico; Juan Antonio Samaranch. El cual no cesa de 
					decir que él no ha tenido mi arte ni parte en que se haya 
					producido tan buena nueva. Nadie se lo cree. Dado el enorme 
					poder que atesora. Y su enorme experiencia en tales casos. 
					 
					España es un clamor. Cientos de jóvenes empiezan a solicitar 
					el derecho a formar parte de los voluntarios para trabajar 
					sin cobrar en semejante acontecimiento. Y a los españoles se 
					les llena la boca diciendo que ya nos tocaba recibir una 
					bocanada de aire fresco en un país que había estado sometido 
					a tan larga dictadura.  
					 
					Aquella Barcelona, elegida para organizar los JJOO del 92, 
					no tiene nada que ver con la actual. Empeñada en acciones 
					separatistas de poca monta. Ni tampoco el Rey es quien era. 
					Ni España había perdido todavía ese entusiasmo por la 
					democracia que hacía que la palabra no se les cayera de la 
					boca a los ciudadanos. Ni era un autentico patio de 
					Monipodio. Ni los políticos eran tan odiados como lo son 
					actualmente. Ni las instituciones estaban bajo mínimos. Ni 
					siquiera había un Bárcenas al acecho. Y, desde luego, 
					los deportistas tenían la manía de doparse con inyecciones 
					de vitamina B y a lo más que llegaban es a ingerir alguna 
					que otra pastilla de optalidón. Salvo caso aislado. Es más, 
					todavía faltaban días para que Felipe González pusiera al 
					frente de la Guardia Civil a un paisano, llamado Luis 
					Roldán.  
					 
					Semejante panorama no era un oasis de felicidad, pero sí 
					mucho mejor que el que nos está tocando vivir. Y 
					aprovechando el momento adecuado por el poder que atesoraba 
					Samaranch, hizo posible que Barcelona lograra su sueño y 
					España lo celebró como los gaditanos lo hicieron con La Pepa 
					en su momento. 
					 
					En cambio Madrid, con fama de acogedora, excepto con 
					Mourinho, ha dado un gatillazo más como candidata a 
					celebrar unos Juegos que desea más que Ana Botella 
					continuar siendo alcaldesa y a la que le hubiera venido 
					superior, conviene decirlo, haber dado clases de inglés a 
					fin de no hacer el primer ridículo con derecho a influir 
					negativamente en la votación de los miembros del COI.  
					 
					Y es que la capital del Reino se ha presentado con 
					embajadores de un país donde el paro es una tragedia. Donde 
					innumerables personas de cuarenta años para arriba carecen 
					de futuro. Donde los comedores de auxilio social no dan 
					abasto para atender la creciente demanda. Donde la 
					corrupción y la crisis económica son pavorosas. Y, claro, la 
					miseria y la desesperanza no son compatibles con ser sede de 
					unos Juegos Olímpicos. Así que gatillazo. 
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