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                     Aficionados del Atlético de 
					Madrid, que los hay en Ceuta, me dicen que no se acuerdan de 
					la última vez que yo he escrito de su equipo. Que es la 
					manera más educada de echarme en cara la poca atención que 
					siempre le he dispensado al conjunto rojiblanco. Y además 
					tienen más razón que un santo. Así que hoy he decidido 
					hacerlo. 
					 
					Al Atlético lo he tenido yo siempre como mi segundo equipo 
					de cabecera. Y hasta hubo un tiempo, cuando yo vivía en los 
					madriles, que mis mejores amigos eran colchoneros acérrimos. 
					De ahí mi amistad con el gordo Paco Balderas. El cual 
					me fue presentado por Luis Elices Cuevas; tan buen 
					entrenador como extraordinaria persona. Balderas era una 
					bandera atlética que ondeaba permanentemente.  
					 
					Corría la temporada 61-62, y siendo presidente Javier 
					Barroso, los jugadores las pasaban canutas para cobrar. La 
					sede social del club estaba en el número 22, de la calle 
					Barquillo. En el primer piso de un edificio cuya escalera 
					olía a cocido y a meada de gato. La de veces que visité yo 
					el sitio, acompañando a Vicente Medina: futbolista que iba 
					para figura y se quedó a las puertas del éxito. Tras 
					lesionarse gravemente. 
					 
					Madinabeytia, Calleja, Rivilla, Adelardo, Jones, 
					Ramiro, entre otros muchos más, formaban parte de la 
					plantilla de un equipo al que, en cuanto yo podía, allá que 
					iba a verlo jugar en el Metropolitano. Vetusto campo; cuya 
					mención me atiborra de recuerdos que me satisfacen. 
					 
					Pero mi ser madridista, desde que vestía pantalones cortos, 
					me impedía ser rojiblanco. Lo cual nunca ha sido obstáculo 
					para reconocer lo grande que es el Atlético y, desde luego, 
					la fe ciega que sus seguidores tienen depositada en un club 
					del que Vicente Calderón, en noche aciaga, dijo: 
					“Parecemos el Pupas”. Debido a que todas las desgracias 
					habidas y por haber se asociaban contra la entidad en 
					momentos cruciales.  
					 
					Pues bien, desde que Pablo Simeone es entrenador las 
					desgracias han ido desapareciendo. Y el atleti, además, ha 
					conseguido situarse en la cresta de la ola del fútbol 
					nacional y europeo. Y lo que es mejor: dando pruebas 
					evidentes de que no está sometido al inexplicable capricho 
					del mar de la Diosa Fortuna. 
					 
					El Cholo ha conseguido hacer un equipo de verdad. Un equipo 
					donde todos sus componentes salen al campo con una misión 
					concreta y la cumplen al dedillo. Se la saben de memoria y 
					la realizan en el césped porque está pensada de acuerdo con 
					las cualidades que cada cual posee. 
					 
					Los futbolistas, cuando son convencidos de que toda misión 
					que se les encomienda no sólo va a redundar en beneficio del 
					equipo sino que asimismo hará de ellos mejores jugadores, 
					sólo necesitan resultados favorables para que se entreguen a 
					la causa con la fe del carbonero. Es lo que viene ocurriendo 
					en el equipo rojiblanco. 
					 
					El trabajo de Simeone fructificó bien pronto. A pesar de que 
					no es tarea fácil hacerles ver a los jugadores que lo 
					primordial es la sencillez en las acciones. Porque jugar 
					sencillo es lo complicado. Da gusto ver lo bien que lo hacen 
					los centrales; el enorme trabajo de los laterales, sabiendo 
					que defender es lo primordial y que subir al ataque por 
					sistema no es conveniente. Eficaces los volantes. Y dinamita 
					pura arriba. Ah, y siempre Courtois al quite. Los 
					entrenadores sí influyen. Para bien y para mal. El Cholo ha 
					hecho del Pupas, además, un equipo que tiene ya hasta baraka. 
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