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                     En un tiempo no muy remoto se tuvo 
					por inteligente afirmar que, en el fútbol de calidad, era la 
					pelota, no el futbolista, quien debía correr. Nunca fue ello 
					cierto. Al menos para mí. En el fútbol deben correr los dos, 
					pelota y futbolista. Y ¡ay quien lo entienda de otra manera! 
					El centro del campo, zona vital donde se cuecen los éxitos y 
					los fracasos, no será nunca nuestro si el rival de turno nos 
					gana en fuerza y velocidad, que es tanto como decir en 
					entereza y sentido de anticipación.  
					 
					A mí me ha sacado siempre de quicio oír el siguiente 
					comentario: Fulano no necesita correr para hacerse dueño del 
					medio campo. O si Mengano no tiene su día el equipo no 
					carbura en ningún sentido. Y el tópico acababa cundiendo 
					entre periodistas y aficionados como si fuera verdad 
					palmaria e incuestionable.  
					 
					Ante semejante mentira, los entrenadores, los conocedores 
					del oficio, decidieron que el centro del campo debería estar 
					compuesto por jugadores de distintas características pero 
					capaces todos de solventar los problemas del compañero que 
					tuviera un mal día.  
					 
					En el medio terreno, ese que recibe ahora por parte de algún 
					comentarista de televisión el nombre de sala de máquinas 
					–metáfora acertada pero que acaba siendo imagen empalagosa 
					de tanto oírsela decir a un narrador de Canal Plus-, es 
					necesario contar con jugadores macizos, correosos, 
					incansables y cuyo manejo del balón sea bueno: hace poco 
					vimos a un jugador de el Juventus en el Bernabéu, convertido 
					en pieza vital de su equipo, encandilando a propios y 
					extraños. Se llama Arturo Vidal y es chileno. 
					 
					Precisamente, el Madrid, pese a que está goleando, gracias a
					Cristiano y a un Bale que ha principiado a 
					carburar, está evidenciando que carece de orden táctico 
					porque su entrenador no acierta a elegir los hombres que han 
					de jugar en la parcela central del campo. Error mayúsculo 
					que está causando un efecto intranquilizador en el equipo y 
					un malestar enorme entre sus aficionados. Y, lo que es peor, 
					semejante desorden hace posible que el equipo reciba muchos 
					goles. Ejemplos hay: Sevilla y Rayo Vallecano lo son. 
					 
					Ancelotti lleva muchos años siendo entrenador de fuste, 
					habituado a dirigir grandes equipos repletos de 
					extraordinarios futbolistas, y, por tanto, sería absurdo 
					dudar de que conozca algo tan esencial como es que los 
					entrenadores están para hacer que un equipo funcione en 
					conjunto. Es decir, que mantenga un orden, que sepa 
					defenderse, que haya al respecto de ese menester misiones 
					concretas y que nadie escurra el bulto a la hora de 
					sacrificarse. Cumplida esa tarea, serán los mejores 
					jugadores, y el Madrid los tiene a porrillo, quienes 
					consigan meter la pelota dentro de la portería. He ahí la 
					diferencia existente, verbigracia, entre el Madrid y los 
					demás equipos. En rigor: los entrenadores dicen cómo es 
					posible defenderse mejor, pero no cómo marcar goles. 
					 
					El Madrid, pues, viene padeciendo los errores de su 
					entrenador. Quien parece entregado todavía al sueño de 
					Morfeo. Por lo que no se percata de que su equipo ha de 
					defenderse en bloque. Que la nulidad de Ramos se 
					acrecienta cada vez más. Que el juego defensivo de 
					Marcelo es insensato. Que Illarramendi, cuando 
					los contrarios aprietan, se diluye. Que Di María 
					corre demasiado con el balón en los pies. Y acaba actuando 
					como un pollo sin cabeza. Que Pepe se distrae 
					frecuentemente. Y, para colmo de males, los delanteros se 
					quedan a verlas venir. Menos mal que siempre nos quedará la 
					parada salvadora de Diego López. Que si no… 
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