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                     A veces es bueno retornar a las 
					raíces y a los motivos, a las realidades vividas por la 
					naturaleza humana y a la historia de los sentimientos, para 
					ver con otros ojos la perspectiva del tiempo, lo que hubiera 
					sido evitable, lo que sucedió inevitablemente, y lo que 
					puede volver a suceder. La vida, que es un permanente 
					espacio de sorpresas, con unos moradores en continuo 
					movimiento, nos imprime en ocasiones unos contrastes que nos 
					dejan sin palabras. Por eso, pienso que es muy saludable 
					prestar atención y poder decir por igual, poder visionar 
					horizontes unos junto a otros, y asimilar relaciones uno con 
					todos y todos con uno. Al fin y al cabo, existimos para 
					convivir, y el diálogo es el gran instrumento a utilizar. 
					Ciertamente, la convivencia aún es la gran asignatura 
					pendiente de la ciudadanía, en parte por un mal uso de los 
					deberes y de los derechos, por la irresponsabilidad propia 
					del ciudadano, que no piensa y se deja llevar por el 
					instinto.  
					 
					El verdadero ser humano que busca, crece aprendiendo, y 
					llega a descubrir que somos los principales garantes de lo 
					que pasa por el planeta. No tenemos excusas. Somos la 
					memoria que recogemos y el compromiso que tomamos. Y en esta 
					vida, la primera obligación es la de entenderse y atenderse, 
					mal que nos pese. No es un compromiso más, que conlleve una 
					tarea extraordinaria, es una oportunidad para penetrar en la 
					felicidad de uno, sintiendo el bienestar de los demás. 
					Naturalmente, todos tenemos el deber, y también el derecho, 
					a ser felices. Aunque el querer dicen que lo es todo en la 
					vida, en ocasiones, hay voluntades que nos trastocan hasta 
					el mismo concepto de la persona humana. Motivados por estos 
					errores inhumanos, causantes de tanto horror y miseria, 
					Naciones Unidas, a través de su Asamblea General, proclamó 
					el diez de diciembre como día de los derechos humanos en 
					1950. Fue un gran paso, y a la vez una gran pasión, intentar 
					que todas las voces puedan oírse, y tras su escucha, poder 
					al menos compadecerse y buscar liberación. 
					 
					En cualquier caso, frente a tantos despropósitos como 
					crueldades vertidas, hace falta que la luz de los derechos 
					humanos ilumine y refuerce la visión de la Declaración 
					Universal, como compromiso con la dignidad y la justicia a 
					escala planetaria. No es una lista de ambiciones, ni un 
					articulado de buenos propósitos, se trata de poner armonía y 
					de activar, en todos los lugares donde exista la vida 
					humana, un respeto y una consideración hacia nosotros 
					mismos. Tenemos que desterrar de este mundo el ciclo vicioso 
					de humillación que tantas personas soportan. Los tiempos 
					actuales son propicios al comercio de personas, a la 
					represión de pensamientos, al atropello de existencias con 
					la confusión y la mentira. El día que todos formemos parte 
					de un compromiso de denuncia de estos abusos inhumanos, 
					protegiendo a los más débiles, y ayudándoles a obtener 
					justicia y apoyo, habremos avanzado en las relaciones 
					humanas, en la cooperación y colaboración de auxilio. Por 
					desgracia, el estado de derecho en muchos países establece 
					diferencias. Los fuertes lo consiguen todo. Los débiles, en 
					cambio, lo sufren todo. Hay tantos derechos básicos negados 
					a vidas inocentes, que sería bueno reflexionar y ver la 
					manera de superar este calvario en el que malviven muchos 
					seres humanos.  
					 
					Indudablemente, tenemos que volver a entusiasmarnos en las 
					aspiraciones profundas del ser humano, de vivir en dignidad, 
					superando los conflictos y la deshumanización que nos 
					invade. Hemos de romper con la tremenda violencia que nos 
					cobija en el momento presente. Estamos negando el futuro y 
					el presente a tantas criaturas, que la luz de los derechos 
					humanos ha de resplandecer por todo el orbe, de manera 
					urgente y precisa. Para ello, no es necesario ningún acto de 
					heroicidad, sino de coherencia humana, de espíritu 
					autocrítico, de salvaguarda del imperio del derecho más 
					natural, puesto que lo que debe cesar es nuestra pasividad 
					ante la explotación de vidas humanas. La esclavitud sigue 
					más vigente que nunca. Si nos hubieran educado en el deber 
					de conciencia, sería más fácil llegar a estos indeseables 
					ciudadanos (o poderes) que no paran de torturar al más 
					débil. El mundo actual lleva consigo una crisis de valores 
					en la humanidad, que puede destruirse por sí mismo. Lo 
					sabemos, pero hacemos bien poco por cambiar. También 
					aumentan las desigualdades, que con la mala gestión de los 
					asuntos públicos, veo muy difícil que disminuya la pobreza. 
					También lo sabemos y hacemos nada por transformar la 
					exclusión. 
					 
					En vista de la bochornosa situación, se me ocurre pensar en 
					las dos maneras de propagar la luz, que al menos nos de 
					esperanza. Una, siendo el sol que la emite. Otra, el espejo 
					que la refleja: la luna. En ambos modos, se requiere un 
					corazón en movimiento, capaz de instruir a las nuevas 
					generaciones otro estilo de vida, totalmente distinto al 
					presente, puesto que se trata de equipar a todos los seres 
					humanos con los medios que necesitan para vivir su vida en 
					condiciones de seguridad y con dignidad. Y esta luz es la 
					que ha de educar, no como una lección que se aprende en las 
					escuelas, sino como el haz y el envés de una flor, que es 
					flor por ella misma y en su conjunto. Bajo este referente de 
					belleza, cualquier violación a los derechos humanos, hace 
					que la luz yazca muerta en el suelo, sin posibilidad de 
					iluminar o de reflejar ningún cambio. Por tanto, cuando 
					tantas fuerzas contrarias nos impiden ver la luz y seguir a 
					la luz, nos queda la ilusión de la evolución, de la ruptura 
					con lo que no florece, haciendo de los humanos derechos, un 
					deber de obligado cumplimiento.  
					 
					El día que en verdad los derechos humanos espiguen como un 
					sol de justicia, o como una luna encantada, y sean lenguaje 
					común en todo el planeta, será cuando avanzaremos hacia la 
					mayor realización de la civilización humana, una promesa que 
					está en el alma de la Declaración Universal, y que aún no ha 
					pasado de ser una proposición más, puesto que con la 
					creciente brecha entre ricos y pobres, entre poderosos y 
					vulnerables, entre agresores y víctimas, entre los 
					tecnológicamente adelantados y los incultos, lo que nos hace 
					pensar que la civilización contemporánea tiene aún mucho 
					trabajo por hacer, a pesar de que se lleven veinte años 
					trabajando por sus derechos. Ahí está el escándalo de las 
					disparidades crecientes, y tantas otras incoherencias 
					avivadas, generando tensión y un cúmulo de conflictos que 
					nos desborda, lo que ha de propiciarnos a que nos sumemos al 
					apasionamiento por el ser humano libre de ataduras. De lo 
					contrario, de proseguir la cadena de abusos y la 
					indiferencia nuestra, la civilización se hunde. 
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