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                     A menudo se nos presenta, tanto la 
					Constitución del 78, cuyo aniversario hemos celebrado este 
					puente, como la Transición política en la que se enmarcó, 
					como ejemplos de consenso y concordia, como ese marco de 
					diálogo en el que los españoles olvidamos aquella locura que 
					significó la guerra iniciada por los fascistas en 1936 y nos 
					perdonamos mutuamente, decidiendo mirar hacia un futuro 
					lleno de posibilidades y esperanza. Es una historia muy 
					bonita, que vende y que se ha difundido durante más de 
					treinta años a través de los medios de comunicación. Hemos 
					visto y vemos multitud de series, películas de cine y 
					telefilmes sobre Adolfo Suárez, Juan Carlos I de Borbón y el 
					23-F que se han encargado de preservar la historia oficial 
					en el imaginario de todo español de a pie. La verdad, 
					sencillamente apoyada en los datos objetivos, dista mucho de 
					esa edulcorada versión. 
					 
					Cuando se habla de recuperar el espíritu de la Transición, 
					los ciudadanos deberíamos, como mínimo, ponernos en guardia. 
					Aquellos años estuvieron condicionados por un factor 
					político crucial y determinante: el miedo. Los fascistas que 
					habían gobernado durante cuarenta años tenían miedo de que 
					el derecho se impusiera y la justicia se les aplicara como 
					décadas antes se les aplicó a los nazis en Núremberg. Los 
					demócratas, por otro lado, tenían miedo del fascismo que 
					tanto sufrimiento seguía causando a través de amenazas 
					militares, asesinatos de abogados laboralistas o nostálgicos 
					cabreados. Fue en ese contexto de ruido de sables en el que 
					se diseñó nuestra Constitución, un documento que no toca los 
					privilegios de aquellos que fraguaron su fortuna gracias al 
					saqueo del bando vencido y que no hizo limpieza en unas 
					Fuerzas Armadas, una judicatura y unos cuerpos de seguridad 
					plagados de “adictos” al régimen.  
					 
					Hoy se nos dice que todas las fuerzas políticas cedieron, 
					algo que no es cierto. Reconocer derechos no es ceder. Los 
					únicos que cedieron fueron los de un lado, aquellos que 
					aceptaron que los verdugos de la democracia se vistieran de 
					demócratas, que la Iglesia cómplice de la barbarie 
					continuase en posición de honor, que los luchadores por la 
					democracia continuasen enterrados en cunetas y con fichas de 
					delincuencia o que las fuerzas republicanas fuesen excluidas 
					de la redacción de la Carta Magna. Los que llenaban los 
					penales aceptaron no juzgar a los carceleros. 
					 
					Es una vergüenza que se nos diga que debemos reconocerle 
					algo a un franquista como Manuel Fraga. Este señor, “padre 
					de la Constitución” y fundador del actual partido del 
					Gobierno, fue alguien que siempre se esforzó porque las 
					libertades fuesen cercenadas en este país. Su participación 
					en la ley de leyes se debe a que había que tranquilizar a 
					las fuerzas reaccionarias del búnker a las que él 
					representaba. Era un fascista y fue un fascista hasta el día 
					de su muerte. Si aquí hubiese habido justicia, este 
					impresentable que firmó sentencias de muerte, que estuvo al 
					mando de la censura en la prensa, que reprimió con 
					brutalidad y muerte manifestaciones y que afeitó cabezas de 
					mujeres habría tenido que dar cuentas de sus acciones ante 
					un tribunal. Era de gente como Fraga de la que los 
					demócratas tenían miedo y era de las consecuencias de la 
					democracia de lo que tenían miedo señores como Fraga, motivo 
					por el que se llevó a cabo la tan famosa Ley de Amnistía, 
					una ley que, como se sigue haciendo ahora, equiparaba a 
					presos políticos con franquistas, a víctimas con verdugos. 
					Con esa ley, todas las fuerzas políticas se comprometían a 
					no juzgar las acciones del pasado. Se firmaba un pacto de 
					silencio. Es a ese ley a la que recurre la derecha actual 
					para oponerse a que personajes como el torturador de la 
					Brigada político-social González Pacheco, alias “Billy el 
					niño”, Jesús Muñecas o el infame Rodolfo Martín Villa puedan 
					ser juzgados por el derecho internacional. Es normal que se 
					escuden en esa ley. De no ser así, es posible que muchos de 
					los actuales líderes de la derecha se vieran asociados a 
					actos pasados que mostrarían ante la opinión público su 
					verdadero talante antidemocrático y represor. Ayer eran 
					franquistas...y no quieren que eso se airee. 
					 
					Seguramente, tanto la Transición como la Constitución son lo 
					que pudieron ser debido al complicado contexto de entonces. 
					Eso nadie lo discute y no seré yo quien, desde mi cómoda 
					posición actual, juzque el comportamiento que tuvieron 
					entonces las fuerzas progresistas. Sé muy bien que la 
					política es, fundamentalmente, acumulación de poder y 
					correlación de fuerzas. Lo único que reclamo es que una vez 
					pasada esa oscura etapa de miedo podamos mirar al pasado con 
					espíritu crítico y ganas de mejorar, huyendo de la 
					autocomplaciencia y reconociendo que no se hizo lo mejor, 
					sino lo que se pudo. Nuestra Constitución no es ejemplo de 
					nada, sino el reflejo de un proceso de reforma del régimen 
					franquista en lugar del de uno de ruptura democrática. De 
					ahí que tengamos artículos como el 2 en el que se fundamenta 
					la Constitución en la “indisoluble unidad de la Nación 
					española” en lugar de en la soberanía nacional, que es en lo 
					que debe fundamentarse todo régimen democrático de 
					libertades, o que el artículo 14, ese que habla de que todos 
					los españoles somos iguales ante la ley, carezca de sentido 
					al reconocer como Jefe del Estado inviolable y al que no se 
					vota a un rey puesto a dedo por un dictador. Las 
					Constituciones europeas tienen su columna vertebral en el 
					antifascismo triunfante de la posguerra. En España, el 
					fascismo triunfó y los fascistas tutelaron nuestra Carta 
					Magna. Así nos luce el pelo. 
					 
					Es posible que nuestra Constitución, violada continuamente 
					por nuestras élites políticas y económicas, fuese la única 
					posible en 1978, pero es de justicia que 35 años después, 
					los ciudadanos podamos ajustarla a las necesidades actuales 
					que, desde luego, no son las que se manifiestan en la 
					traicionera reforma del artículo 135 perpetrada por Partido 
					Popular y Partido Socialista en 2011, sino todo lo 
					contrario. Es necesario amoldarla hacia medidas que de vedad 
					protejan los derechos sociales de la mayoría y antepongan la 
					dignidad del pueblo a los intereses económicos de la banca y 
					los tenedores de deuda. Tal vez sea necesario un nuevo 
					proceso constituyente. Tal vez sea necesario ahondar en la 
					democracia. 
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