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OPINIÓN - DOMINGO, 2 DE FEBRERO DE 2014

 

OPINIÓN / EL OASIS

Luis Aragonés
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Me he enterado de su fallecimiento a prima mañana de un sábado desapacible y lluvioso. Futbolista grande, entrenador extraordinario, y persona de difícil acceso. Con él hice el curso de entrenador nacional en 1973. Que quedó marcado por la muerte de José Villalonga: entrenador del Real Madrid, Atlético y seleccionador nacional.

Fue en unos de los ejercicios a balón parado, cuando yo reclamé la intervención de Aragonés como ejecutor de una falta directa. Y a partir de ese momento raro era el día que no me diera palique. Jugador en activo todavía, aunque dispuesto ya a retirarse, durante un desayuno se abrió conmigo, con cierto deje de amargura: “Cuando el Atlético pierde o juega mal, dicen que la culpa es mía; y cuando gana es porque Adelardo ha estado muy bien”.

En aquel curso de entrenadores, los aspirantes de Madrid y Barcelona, por poseer los apuntes de los que saldrían las preguntas de los distintos temas de los exámenes, llegaron más preparados. Y Aragonés fue uno de los que aspiraban a ser teóricamente el mejor frente a quienes llevábamos ya varios años ejerciendo como entrenador. Cuando pusieron la lista de aprobados y suspendidos en el tablero de anuncios de una de las dependencias del INEF, LA torció el gesto por haber quedado el segundo de una promoción en la que Luis Costa, excelente persona, fue el primero.

Aragonés era serio, responsable, tímido y temeroso siempre de traspasar esa línea tenue que separa lo sublime de lo ridículo. Lo cual es muy dado en el mundo del espectáculo, y el fútbol lo era ya desde hacía mucho tiempo. Daba la impresión de ser antipático; alguien dispuesto a gruñir porque sí y a enfadarse con suma facilidad: por lo que se ganó fama de cascarrabias al que había de accederse con muchísimo tiento.

Cierto es que él se había preocupado de protegerse de quienes lo abordaban, como si lo conocieran de toda la vida, con un semblante a la medida. A Luis Aragonés había que tratarlo -y yo tuve la oportunidad de hacerlo en ese curso y luego porque tuvimos amigos en común y por cuestiones de enfrentamientos deportivos- para descubrir de qué manera era cabal en la amistad o en las relaciones casuales con los que tenían algo interesante que decir.

Nuestros amigos comunes frecuentaban Casa Lucio cuando el famoso restaurante residía en el Madrid de los Austrias. En la temporada 79-80, el Portuense quedó enfrentado en la Copa del Rey con el Atlético de los Leivinha, Pereira, Leal y otros grandes jugadores. Luis y yo, el día antes del partido, estábamos sentados a una mesa de la cafetería del ya desaparecido Hotel Caballo Blanco. Y se dirigió a mí de la siguiente manera: “Mira, Manolo, Martínez Jayo -que era el encargado de informarle de los rivales- me ha dicho que en Lérida ha visto jugar a un Portuense en el que todos sus jugadores saben lo que tienen que hacer y lo hacen más que bien”. Y Luis acabó así: “Mi respuesta a MJ ha sido que el peligro del Portuense está en el banquillo”.

El halago de LA -raro en él- tenía su valor. En el verano de 1982, cuando don Vicente Calderón y Aragonés venían al frente del Atlético para jugar el Trofeo Ciudad de Ceuta, me lo pasé en grande hablando de fútbol con él. Y hasta me dijo que le diera mi opinión de Marina; futbolista en el que Aragonés había depositado su confianza. Ah, conversamos también sobre los rincones de seguridad en el fútbol. Y es que el cura Coca, luego dejó de serlo, nos aleccionó bien al respecto en el INEF.
 

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