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                     A veces pienso que sólo nos 
					crecemos mediante el recuerdo. Personalmente, suelo acudir 
					con frecuencia al místico perfume del paraíso del alma a 
					saborear lo vivido, quizás para adentrarme con nuevo empuje 
					en lo que me queda por vivir. En esa memoria de añoranzas, 
					servidor también tiene prendida la luz en los abecedarios de 
					un cultivador de verbos, que son auténticas lámparas para el 
					momento presente. Lo fundamental es renacerse cada día. Lo 
					decía muy claro, este clarividente escritor, de nombre 
					García Márquez: “los seres humanos no nacen para siempre el 
					día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los 
					obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”.  
					 
					Ciertamente, precisamos adaptarnos a los cambios y adoptar 
					la manera de asimilar estas mutaciones inherentes al tiempo, 
					lejos de doquier incivil contienda, poniendo como referencia 
					situaciones injustas que viven diversos personajes de sus 
					relatos o historias de amor cuyos protagonistas son viejos, 
					haciendo crítica de este modo a la idea expandida por la 
					sociedad de que los mayores no pueden amar. Desde luego, el 
					amor no conoce edades, es lo sublime que hay, y es lo único 
					por lo que vale la pena vivir. El mundo, sin embargo, camina 
					por otros derroteros, por el del triunfo a cualquier precio, 
					por la ambición de poseer más, olvidándose que por mucho que 
					uno trepe al final todo se derrumba, menos el amor que nos 
					hemos dado y el que hemos donado sin intereses. 
					 
					En este sentido, el iluminado García Márquez, fue un 
					personaje de hondura, que describió la naturaleza corrupta 
					como pocos, el contexto de los hechos violentos, los rasgos 
					culturales de la especie, hasta inventarse la aldea de 
					Macondo condicionada a diversas circunstancias como 
					resultado del lenguaje ó del mismo nudo de la soledad que 
					impregna la totalidad de su obra, que nos vuelve 
					irreconocibles y solitarios. Son este cúmulo de sensaciones 
					el material imprescindible para confabular narraciones 
					verdaderamente fructíferas. La respuesta para el intelectual 
					no es la vida, sino lo que acontece en la vida. La multitud 
					de atropellos, de sinsentidos, y abusos. Considero, pues, 
					que sus palabras tienen especial significado hoy para los 
					ciudadanos de todo el mundo. Por eso, aplaudo, que Naciones 
					Unidas le rinda tributo (5 de junio) a un hombre de 
					pensamiento claro, que no sólo supo hablar hondo, también 
					descifró los tiempos venideros, sabiendo injertar 
					literariamente la emoción del cambio.  
					 
					Debido a lo mucho que nos une, pero también hay mucho que 
					nos separa, tiene que fortalecerse y revivirse el 
					hermanamiento cada día, aunque sólo sea para conocerse mejor 
					y así poder respetarnos más. Sin duda, la perdurable obra de 
					García Márquez, nos insta a profundizar en las múltiples 
					situaciones a través del mágico diálogo de la palabra, para 
					reencontrarnos con la misteriosa existencia en sus afanes y 
					desvelos, con personajes sacados de la vida misma o 
					imaginarios, pero siempre dispuestos a dejarnos interpelar, 
					porque para él lo fundamental de una novela es “que mueva al 
					lector por su contenido político y social, y al mismo tiempo 
					por su poder para penetrar en la realidad y exponer su otra 
					cara”.  
					 
					Indudablemente, la imaginación que jamás puede ser 
					aprisionada, como el ensueño de nuestros interiores que 
					todos llevamos consigo, es lo que nos permite caminar. 
					García Márquez pensaba en una “nueva y arrasadora utopía de 
					la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma 
					de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la 
					felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de 
					soledad tengan por fin y para siempre una segunda 
					oportunidad sobre la tierra”. Realmente, pienso, que tenemos 
					que obligarnos para poder abrazar ese horizonte utópico, 
					donde el ambiente armónico perdure para todos, como también 
					va a permanecer el deletreo de historias como las del 
					novelista, homenajeado asimismo en la 73 edición de la Feria 
					del libro de Madrid, de la mejor manera que se puede hacer, 
					leyendo sus “Cien años de soledad” (8 de junio), una ficción 
					de una familia a lo largo de varias generaciones en el 
					pueblo ficticio de Macondo.  
					 
					A lo largo de la novela, todos sus personajes están 
					predestinados a sufrir, como una losa, la soledad en carne 
					propia, el aislamiento y el olvido como si derivase de la 
					naturaleza misma del ser humano, una visión subjetiva en 
					ocasiones que le llevará al autoconocimiento. A mi entender, 
					su literatura recrea como ninguna un fluir de evocaciones y 
					de saberes que nos dejan verdaderamente encandilados a este 
					transcurrir de los tiempos, en los que se funde el afecto de 
					la pasión con la irrealidad, la incomunicación con la 
					muerte, el honor con la venganza, el tiempo con la historia, 
					la pasión con el entusiasmo, el humor con el poder; en 
					definitiva, todo aquello que sucede en el propio curso de la 
					vida. 
					 
					García Márquez se ha ido de este cauce visible, pero el 
					recuerdo lo ha inmortalizado. Sus historias son tan 
					actuales, que llegan a confundirse con las mejores crónicas 
					escritas recientemente, cautivadas con la claridad de un 
					privilegiado poeta fascinado por la palabra. Ha sido un 
					expedicionario de la veracidad, con él la literatura trazó 
					mundos posibles, rutas apasionantes, yo mismo lo descubrí 
					como un sueño y lo digerí como un referente. También aprendí 
					de su obra la capacidad de síntesis sobre los 
					acontecimientos de la vida, sabiendo que la poesía se realza 
					con la palabra exacta y con la humildad del obrero. Y llegué 
					a reconocerme, junto a su nítido lenguaje, que no es posible 
					vivir sin historias. Él creó y recreó la vida a su modo y 
					manera. Llegó al corazón de las gentes, al corazón de las 
					culturas, y hasta, en ocasiones, asumo que escribió para no 
					morir. Pues ha ganado la batalla de escribir, tal vez para 
					acompasar (y acompañar) la soledad que le pesaba muy 
					adentro, y en esto se marchó. Casi sin decir nada. O 
					diciéndolo todo, porque el silencio también nos habla de 
					otra forma. 
					 
					Los genios siempre nos sorprenden con célebres frases, como 
					ésta, que no puedo por menos que injertarla a este 
					insignificante desahogo: “el mundo habrá acabado de joderse 
					el día en que los hombres viajen en primera clase y la 
					literatura en el vagón de carga”. A mí, que tantas veces me 
					ha enseñado a dialogar con él a través de sus obras, me 
					parece que está más vivo que nunca, y que la literatura con 
					su recuerdo, acrecienta el espacio que todos buscamos.  
					 
					Para Gabo (déjenme llamarle como lo hacen sus amigos, aunque 
					yo fuese sólo un lector anónimo) hay una cuestión de honor 
					intelectual para sobrellevar el ayer: “La memoria del 
					corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, 
					y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado”. 
					Efectivamente, en el prólogo de ese remoto literario está el 
					futuro que nos espera. Releerlo siempre es saludable, sobre 
					todo para otro mañana que tiene mucho que ver con el deseo 
					del autor de “Cien años de soledad”, capaz de proyectar 
					lúcidamente un mundo diverso, bajo la sombra de un realismo 
					mágico. 
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