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                     Si no han visto “Los 
					profesionales”, háganlo. Junto a “Sin perdón”, “El hombre 
					que mató a Liberty Valance”, “Pat Garrett y Billy the kid”, 
					“Grupo salvaje” y “Río Bravo”, la película de Richard Brooks 
					se encuentra entre las obras maestras de aquello que, junto 
					al jazz, decía Clint Eastwood, constituye lo más valioso que 
					Estados Unidos ha legado al patrimonio cultural y artístico 
					en el siglo XX: el western. Seguramente, el actor fetiche de 
					Sergio Leone reconvertido en director de renombre exagerase. 
					Pero tampoco tanto. 
					 
					“Los profesionales”, más allá de su argumento, recoge una 
					escena clave que puede ayudarnos a entender qué es eso de la 
					revolución, o más aún, qué es eso de la política. Raza, el 
					personaje interpretado por Jack Palance, está frente a su 
					viejo amigo, Bill Dolworth, a quien da vida el gran Burt 
					Lancaster. Ambos lucharon junto a Zapata y Villa durante la 
					revolución mejicana, pero mientras que el primero ha 
					continuado en la batalla, el segundo se ha convertido en un 
					cínico y desengañado mercenario cuyo último encargo le sitúa 
					en el lado opuesto al de su antiguo compañero de armas e 
					ideas. Entonces, en pleno combate, tiene lugar uno de los 
					mejores diálogos de la historia del cine: 
					 
					Bill.- ¿La revolución? Cuando el tiroteo acaba los muertos 
					se entierran y los políticos entran en acción. Y el 
					resultado es siempre igual: una causa perdida. 
					 
					Raza.- Así que tú quieres la perfección o nada. Eres 
					demasiado romántico, amigo. La revolución es como la más 
					bella historia de amor. Al principio, ella es una diosa, una 
					causa pura. Pero todos los amores tienen un terrible 
					enemigo. 
					 
					Bill.- (Sonríe) El tiempo. 
					 
					Raza.- (Asiente) Tú la ves tal como es. La revolución no es 
					una diosa, sino una mujerzuela. Nunca ha sido pura, ni 
					virtuosa, ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro 
					amor, otra causa. Pero sólo son asuntos mezquinos. Lujuria, 
					pero no amor. Pasión, pero sin compasión. Y sin un amor, sin 
					una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, 
					nos marchamos porque nos desengañamos, volvemos porque nos 
					sentimos perdidos, morimos porque es inevitable. 
					 
					Hay dos frases de Raza que me parecen clave: “Así que tú 
					quieres la perfección o nada” y “La revolución no es una 
					diosa, sino una mujerzuela”. Esta reflexión va dedicada para 
					ese sector de la izquierda transformadora que con tanto 
					recelo ha mirado y mira a Podemos, acusando a Pablo Iglesias 
					de ser un mero reformista patrocinado por las televisiones 
					privadas. La revolución es algo muy serio como para 
					mitificarlo. La revolución, que diría un católico, “tiene 
					caminos inescrutables”, no viene con reglas dadas y sus 
					pasos no se encuentran en ningún manual de instrucciones. 
					Esto no quiere decir que no haya que bucear en las teorías 
					de los grandes, por supuesto que sí, pero siempre bajo la 
					idea de que es necesario traducir y trasladar sus 
					pensamientos a la realidad actual. 
					 
					Hay que ser consciente de que hacer la revolución es feo, 
					conlleva mancharse, asumir contradicciones, pactar, dialogar 
					con canallas y debatir en tertulias plagadas de ignorantes 
					gritones, rebajar el discurso, bajar banderas, retroceder 
					para poder avanzar. Quien crea que mañana, por simple e 
					inevitable evolución histórica, las masas se levantarán en 
					armas y derribarán el estado de cosas existente para 
					implantar un mundo perfecto en el que no existirán las 
					injusticias producidas por la explotación del hombre por el 
					hombre que no haga política. No ha entendido nada. Que se 
					quede en su casa leyendo a Marx. Jamás será un actor 
					político, jamás pintará nada, jamás será un peligro para 
					unos poderes que lo tendrán todo a favor para estigmatizarlo 
					y encerrarlo. Porque ser condenado por la Audiencia Nacional 
					no siempre es sinónimo de ser revolucionario. A veces 
					significa que se lo pones muy fácil al enemigo. 
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