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                     Tenemos que salir cuanto antes de 
					esta incertidumbre mundial que nos acorrala. Ya Ortega y 
					Gasset, en su tiempo, nos trazaba el camino: “sólo cabe 
					progresar cuando se piensa en grande, sólo es posible 
					avanzar cuando se mira lejos”. A mi manera de ver, creo que 
					debemos de despojarnos de lo mediocre y usar mucho más el 
					intelecto. No se puede ir por la vida vegetando, carente de 
					personalidad, aborregado junto al rebaño del poder. Las 
					múltiple crisis y desastres naturales, las variadas 
					contiendas y la falta de talento, nos están llevando a una 
					deshumanización sin precedentes en la historia humana. 
					Necesitamos jóvenes bien formados, con capacidad de 
					raciocinio, dispuestos a dar lo mejor de sí, para ganar en 
					valores y en bienestar.  
					 
					Por desgracia, los sistemas universitarios suelen ser en su 
					mayoría poco eficientes para poder innovar. La capacidad de 
					innovación es vital para seguir proporcionando soluciones 
					globales, en materia de salud, educación, agricultura, 
					cambio climático, por citar alguno de los problemas más 
					apremiantes. La nuestra, es una época de exclusiones 
					inconcebibles en un mundo globalizado, de dominaciones 
					mercantiles y de enriquecimientos ilícitos. No pueden dejar 
					de impresionarnos el río de personas que huyen atrozmente, 
					en busca de condiciones de vida con un mínimo de dignidad. 
					Tampoco puede dejar de conmovernos la multitud de personas 
					frágiles que buscan auxilio y no encuentran hospitalidad. 
					Ante estas realidades, cuesta concebir que hayamos 
					progresado humanamente.  
					 
					Ciertamente, son muchas las personas que viven en total 
					abandono, en la más terrible de las pobrezas, que sin duda 
					es la indiferencia. Algo que no se entiende, en un planeta 
					en el que sus ciudadanos están cada vez más interconectados, 
					pero también más solos, y aunque lo que le ocurre a uno nos 
					afecta a todos, la pasividad ha tomado posiciones 
					ventajosas, frente a cualquier instinto natural. Hay 
					personas que están muertas antes de morir. Nada les afecta, 
					nada les empuja, nada les rompe. Son como piedras en el 
					camino, un modo egoísta e irresponsable de vivir.  
					 
					Realmente venimos atesorando una cruel falta de sensibilidad 
					social, de imaginación y de compromiso con la especie 
					humana. Pienso que ha llegado el momento de que sean las 
					personas con talento y principios, las que deben propiciar 
					otros lenguajes más globales. Aun no sabemos 
					interrelacionarnos. Indudablemente, esta perspectiva 
					planetaria es testimoniada por los astronautas que desde sus 
					naves espaciales han confesado, con verdadera admiración, 
					que moradores y planeta constituyen una única realidad. 
					Vivenciaron lo que se llamó el “Overview Effect”, es decir, 
					la percepción de que estamos tan unidos al planeta que 
					nosotros mismos somos parte de esa creación: Barro que 
					siente, que piensa, que ama y que venera.  
					 
					Hasta ahora hemos utilizado sin orden ni concierto, un 
					capital material que es limitado y, lejos de repartirlo, lo 
					hemos apropiado y expropiado. Por consiguiente, considero 
					que es menester ahora emplearse a fondo en el capital 
					espiritual que a todas luces es infinito, porque ilimitada 
					es nuestra capacidad de amar, de convivir fraternizando, y 
					de penetrar en los misterios del cosmos y del alma de las 
					personas. Lo prioritario, naturalmente, es dignificar al ser 
					humano a través de un poder de decisión compartido. Multitud 
					de jóvenes y niños quieren dejar atrás la miseria y la 
					violencia. No les importa arriesgar la vida. Saben que lo 
					tienen complicado para seguir viviendo donde se encuentran y 
					no les importa llegar a otros países en condiciones 
					precarias e inseguras. En cualquier caso, la pérdida de 
					vidas es inadmisible. Necesitamos acompañar a los que buscan 
					otras travesías de esperanza, que cada día son más multitud, 
					y que buscan con auténtico desespero nuevas coyunturas.  
					 
					Aumentar las oportunidades en los propios países, fomentando 
					el espíritu cooperativista de los jóvenes, pienso que puede 
					ser una manera de hacer frente a este oleada migratoria. En 
					este mes de julio, precisamente el primer sábado, se celebra 
					el Día Internacional de las Cooperativas, lo que debe 
					hacernos reflexionar aún más si cabe sobre el modelo 
					cooperativista, alentando a la creación de empresas con 
					futuro que satisfagan las necesidades locales. Su afán de 
					superación desde el cooperativismo, en algunos pueblos, ha 
					contribuido a impedir que muchas familias y comunidades 
					caigan en la pobreza o tuviesen que emigrar. Es la suma de 
					fuerzas, de recursos y conocimientos, lo que hace 
					verdaderamente atrayente este tipo de empresas con 
					responsabilidad social que, por otra parte, ayudan a crear 
					mercados más justos para los pequeños agricultores. En 
					consecuencia, es justo reconocer que las cooperativas vienen 
					promoviendo desde hace bastante tiempo enfoques 
					singularmente integradores y sostenibles, en esferas como la 
					sostenibilidad ambiental y la neutralización de las 
					emisiones de carbono, aparte de la lección de trabajar por 
					el bien colectivo. 
					 
					Pensemos que en la dinámica de la propia naturaleza nada se 
					excluye, no hay residuos, todo se transforma o se recicla. 
					También los seres humanos precisamos reencontrarnos para esa 
					puesta en común y reciclarnos para poder adaptarnos a los 
					nuevos tiempos. Estoy convencido de que son los proyectos 
					conjuntos (cooperativistas), los que harán posible el cambio 
					hacia una esperanza de futuro y una razón, más allá de una 
					mera supervivencia, para quedarse en los propios países. Es 
					el esfuerzo común el que hace atravesar horizontes, el que 
					permitirá a cada uno orientarse hacia el destino para el que 
					nos hemos entusiasmado. Este crecimiento personal y 
					comunitario, que tanto falla en el momento actual, es de 
					justicia motivarlo, puesto que aunque es legítimo el deseo 
					de tener lo necesario para poder vivir, también es deber 
					trabajar para poder conseguirlo. Es el ser humano, despojado 
					de posesiones, el que tiene que recapacitar en la búsqueda 
					de un humanismo nuevo, para que pueda rehacerse a sí mismo 
					como persona, asumiendo los valores superiores recogidos en 
					el espíritu de los derechos humanos. 
					 
					Todo esto exige pensar en grande, y ver con amplitud de 
					miras la situación presente que a mi juicio debe de 
					afrontarse sin titubeos, para vencer el aluvión de 
					injusticias y mezquindades que nos apresan. Para empezar, 
					cada día es más difícil que a uno le dejen ser dueño de sí y 
					responsable de sus acciones. Esto quiere decir que es 
					indispensable que se establezcan otros esfuerzos encaminados 
					a dar sentido y valor al propio ser humano. Sabemos, por 
					ejemplo, que la reducción de la desigualdad en un país 
					depende en parte de las políticas sociales que se 
					establezcan. Se debería, por tanto, ofrecer los mejores 
					servicios sociales en los lugares más desfavorecidos. En 
					bastantes ocasiones sucede todo lo contrario, las familias 
					de bajos ingresos están condenadas a vivir en asentamientos 
					alejados, y lo que es peor aún, casi siempre apartadas de 
					los accesos a estos servicios. Objetivamente, no tiene 
					sentido que dichos servicios se sitúen en el centro de las 
					ciudades y los excluidos en las periferias. A mi entender, 
					son estas asistencias sociales las que han de vivir con le 
					gente que tiene el problema, a pie de obra, en los lugares 
					donde habitan las personas más vulnerables, con mayor 
					necesidad de ayuda. El brazo cuanto más cerca mayor es el 
					abrazo, pues eso. 
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