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                     El mundo vive injertado en el 
					lenguaje de la hipocresía. Una buena parte de los moradores 
					del planeta no aman la verdad, no viven en la verdad, apenas 
					se aman a sí mismos, y lo único que les mueve, es el engaño. 
					Hay una persuasión diabólica a confundirlo todo, a simular 
					la verdad. Tal es precisamente el discurso de tantos 
					políticos, de tantos aduladores salvavidas, que con palabras 
					bellas reinventan paraísos que distan mucho de la realidad. 
					Lo cierto es que son diversas las trampas del mundo que 
					soportan los mismos de siempre, la mansedumbre ciudadana, 
					los excluidos del sistema. Cuando una sociedad se encamina 
					hacia la negación y la supresión de la propia vida, o no 
					acierta a convivir con los suyos, o sea con los de su misma 
					especie, acaba por no hallar la motivación y la energía 
					suficiente para esforzarse en el servicio del verdadero bien 
					colectivo, que no es otro que la ayuda mutua. No podemos 
					seguir ejerciendo de tramposos, poniendo en peligro la 
					cohesión social, algo que es indispensable en toda 
					convivencia. 
					 
					Ahora acaba de ponerse en marcha, oficialmente el nueve de 
					enero, el Año Europeo de Desarrollo en Riga, justo con el 
					inicio de la Presidencia de Letonia del Consejo de la Unión 
					Europea, donde se dice que se busca estimular el interés 
					activo de los ciudadanos europeos en la cooperación al 
					desarrollo y fomentar un sentido de responsabilidad en la 
					formulación y aplicación de las políticas. Ya me gustaría 
					que todo no estuviese perdido y tomásemos otros caminos más 
					de autentico diálogo, de comprensión hacia nuestros 
					semejantes. Vamos a dejar de dar ayudas, migajas que 
					seguramente les hemos robado, y de una vez por todas, 
					trabajar juntos por el desarrollo común. Por desgracia, a mi 
					manera de ver el modelo europeo, que pudiera haber sido un 
					referente para todo el planeta porque se basa en valores, 
					lleva consigo la trampa de ser distante, todo ello activado 
					con una política comunitaria de diversas velocidades y con 
					objetivos distintos. Sin duda, la pobreza y el subdesarrollo 
					son nuestros mayores disidentes que, a su vez, generan un 
					clima de terror, de nacionalismos absurdos, de desastres y 
					mezquindades, que realmente impiden la integración regional, 
					el diálogo cultural y la verdadera asociación colectiva. 
					 
					Lo mismo sucede con el sufrimiento de tantos ciudadanos del 
					mundo, cuya vida apenas vale nada. Si realmente tuviésemos 
					el compromiso de cooperar unos con otros, de respaldar 
					procesos de transición democrática para que el resultado sea 
					una nación fuerte con sólidas instituciones que respeten los 
					derechos humanos, todo sería diferente. Para empezar, 
					tenemos que expulsar los ídolos de la mundanidad, que 
					continuamente nos tienden trampas por doquier camino. Luego, 
					después, debemos trabajar de manera conjunta, y con la 
					mesura precisa, en la solución de las diferencias mediante 
					medios pacíficos. La violencia hay que pararla cueste lo que 
					cueste, y dar la bienvenida a cualquier medida concreta para 
					la implementación inmediata de los acuerdos de paz. Nada 
					entorpece más en cualquier avance que los deseos egoístas 
					entre los propios ciudadanos. Resulta obvio, los fanatismos 
					suelen causar dolor, devastación y muerte. Por tanto, se han 
					de valorar cuidadosamente los hechos actuales con amplitud 
					de miras para corregir disfunciones y desviaciones. 
					 
					Indudablemente, todos los países del mundo han de adoptar 
					una postura responsable en consonancia con los convenios e 
					instrumentos internacionales y los principios humanitarios, 
					mediante acciones concertadas, para salir de este clima de 
					inseguridades que nos asaltan en cualquier esquina del orbe. 
					¿Qué confianza puede tenerse ni qué protección encontrarse 
					en leyes que dan lugar a trampas y enredos interminables?. 
					En este sentido, resulta alentador que recientemente 
					cincuenta jefes de Estado y gobierno de cinco continentes, 
					invitados por el presidente de la República francesa, 
					François Hollande, se manifestasen unidos en París para 
					denunciar la barbarie terrorista islámica. Naturalmente, 
					tenemos que ser tolerantes y respetuosos con las creencias, 
					religiones y tradiciones de los demás, pero las 
					discrepancias si las hubiere, han de solucionarse sin avivar 
					el odio. La trampa del terror todo lo destruye, nada 
					construye, es un hecho criminal deplorable, que bloquea 
					cualquier plática entre las naciones. 
					 
					Creer que somos autosuficientes por nosotros mismos es otra 
					gran trampa del mundo actual. Por consiguiente, pienso que 
					con gran acierto el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, 
					acaba de decir al mundo que sus líderes tienen una 
					oportunidad histórica para impulsar los cambios económicos, 
					sociales y ambientales durante los próximos años, y así, 
					asegurar de este modo la paz y la estabilidad, cuestiones 
					que tendrán un impacto significativo en la vida de los 
					ciudadanos. Claro está, las acciones han de ser globales. Y 
					si importante es el desarrollo sostenible de todos los 
					pueblos del mundo, no menos vital es la búsqueda de nuevas 
					fuentes de financiamiento y el alcance de un pacto sobre el 
					clima. Si en verdad somos la generación del pensamiento, 
					hemos de hacer todo lo posible para poner fin a la pobreza y 
					abrir nuevos horizontes de ilusión. La silenciosa 
					desesperación que viven muchos seres humanos hay que 
					atajarla sin engaños. Seducir es fácil cuando un pueblo se 
					mueve en el descontento permanente. La soberbia mundana, que 
					en parte nos gobierna tantas veces, es capaz de dejarnos en 
					la selva desnudos, sin cobijo alguno, porque las actitudes 
					verdaderamente gratuitas se reducen a nada, cuando debieran 
					ser el todo. Hay tantas fronteras y tantos frentes abiertos 
					que la globalización como unidad de la familia humana, como 
					criterio estético y como sensatez ética, resulta 
					inexistente.  
					 
					Efectivamente, hay que esforzarse incesantemente en que la 
					unión, no sólo hace la fuerza, también hace que las 
					ocultaciones sean menos posibles. Sin duda, una verdad que 
					únicamente interesa a unos pocos puede ser eclipsada por un 
					disfraz emocionante. Me atrevería a decir que, algunos 
					gobiernos, son tan ficticios que ya no son conscientes de 
					que piensan justamente lo contrario de lo que hacen. Lo 
					mismo le pasa a muchos ciudadanos, son tan tramposos que no 
					son consecuentes y piensan exactamente lo contrario de lo 
					que dicen. En cualquier caso, la mayor trampa contra el 
					desarrollo la genera el desempleo, o un empleo en precario, 
					forjando tremendas desigualdades, mundos separados. Colosal 
					antítesis. Unos lo tienen todo, otros no tienen nada. Desde 
					luego, una de las pobrezas más hondas nace de la 
					marginalidad, del aislamiento, del rechazo. Esencialmente, 
					el ser humano se crece no aislándose, sino poniéndose en 
					relación con sus análogos.  
					 
					En consecuencia, la importancia de dichas relaciones son 
					vitales. Por consiguiente, hay que reivindicar esa carta de 
					ciudadanía auténtica en un mundo de pícaros, que 
					difícilmente va a propiciar el encuentro cultural y humano 
					entre su estirpe. Tengamos presente, pues, que no se puede 
					avanzar sin personas que cultiven la rectitud, tanto en el 
					hacer como en el obrar, sin operadores económicos con 
					corazón, sin agentes políticos que sientan fuertemente la 
					vocación de servicio, sin humanidad que vincule su 
					conciencia a la llamada del bien común. Hoy por hoy, el 
					apresuramiento y la incertidumbre nos aborrega. 
					 
					* Escritor  
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