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                     Durante muchos años he venido 
					escribiendo sobre los peligros de la familia y últimamente 
					he reflexionado mucho más sobre ello. Para empezar, el mundo 
					no se puede construir bajo una mentalidad que separa por 
					principio. No olvidemos que el ser humano se inicia, y debe 
					desarrollarse como tal, donde se abre a la vida y, en todo 
					momento, arropado por los suyos, por los que le dieron la 
					existencia. Por supuesto, uno de los riesgos más graves a 
					los que se expone nuestra época, es el divorcio entre 
					finanzas y moral, entre lazos y ética. Realmente estamos 
					cosechando tantas precariedades que, a veces la vida, cuesta 
					embellecerse con ella, puesto que son las relaciones con las 
					personas lo que da lucidez a nuestro acontecer diario. En 
					este sentido, hemos injertado al vínculo conyugal la fiebre 
					de lo inseguro, la locura del odio, lo efímero y lo frágiles 
					que somos. Por desdicha, aún no hemos aprendido a amarnos 
					cuando ya estamos aborreciendo nuestras propias raíces, que 
					están en nuestros predecesores queramos o no, puesto que por 
					ellos hemos venido al mundo. Por consiguiente, pienso que 
					jamás hay que tener miedo a donarse, a amar con un corazón 
					abierto y comprensivo, a vivir amando. Desde luego, hay que 
					aceptar el reto del amor como algo físico, porque el amor es 
					nuestro sustento, nuestra razón de caminantes, nuestro 
					sentimiento más profundo. El matrimonio, en cambio, es más 
					química. 
					 
					Todos los problemas germinan de un mismo tronco, de una 
					misma raíz; la del miedo, que desaparece cuando 
					verdaderamente se ama; pero el amor nos da recelo porque 
					nadie se fía de nadie. Bajo esta precariedad de malicias, en 
					ocasiones servidas en bandeja de plata, se constata en todos 
					los continentes y en cualquier ambiente social, una cultura 
					que nos repudia como seres humanos. Sin duda, esta sociedad 
					es más inconsistente que nunca, lo que ha puesto en peligro 
					incluso el esfuerzo educativo. Naturalmente hoy sabemos más 
					que en otros tiempos, pero no por ello somos más felices. 
					Esta es la auténtica verdad. ¿Cuántas veces nos quieren 
					convencer de que el divorcio es la única salida a una crisis 
					matrimonial? Es lo propio de esta mundanidad que nos 
					acorrala con su dictamen de absurdas normas. No importa una 
					vida compartida. La mentalidad divorcista es tan fuerte que 
					todo se deriva en drama. Con demasiada repetición, los 
					cónyuges se rinden sin luchar por algo que les pertenece, 
					pero es que la sociedad no les deja pensar ni para que 
					luchen, y con las primeras dificultades todo se derrumba en 
					la nada. 
					 
					Nadie me negará que el divorcio es otro de los negocios 
					actuales, por cierto uno de los más rentables. La desunión 
					la hemos convertido en una decisión jurídica sin más, de 
					pelea de gallos hasta matarse si es preciso. Las modas son 
					así de crueles y tozudas. Lo que es un problema de relación 
					que tal vez podría reconstruirse, se destruye sin más, 
					judicializándolo al máximo. Los costes son particularmente 
					elevados para todos, incluso para la misma sociedad que 
					continúa aborregándose, permitiendo pasivamente el 
					desmembramiento de tantas familias. La idea de que la 
					entrega recíproca de los esposos hasta la muerte es posible, 
					no interesa a esta sociedad que repela el compromiso, que 
					trivializa con el sexo, que juega con los sentimientos a 
					través de una falsa concepción de la libertad. Asistimos, 
					además, a la invasión del goce de una independencia atroz, 
					de un individualismo radical, a un desprecio del ser humano 
					en definitiva. Con frecuencia somos piedras que no 
					ablandamos y hasta llegamos a desechar, del propio corazón, 
					al que un día le dijimos que le amábamos. Es la incoherencia 
					de una tribu alocada, sumida en estilos de modas, de 
					telenovelas que ponen en tela de juicio el valor del vinculo 
					matrimonial, como si fuese cosa de antiguos. Alguna vez he 
					leído que lo más razonable que se ha dicho sobre el 
					matrimonio, es que hagas lo que hagas te arrepentirás. 
					Partiendo de estos pensamientos que están ahí, en la propia 
					calle, difícilmente se puede hablar de entrega generosa, 
					fiel y permanente. O se habla, pero no pasan de ser meras 
					palabras sin latido alguno, con lo cual, ante el primer 
					pulso de la vida se hunde el nexo, que un día elegimos 
					libremente y conscientemente. 
					 
					Sucede a menudo que los responsables de hacernos la vida más 
					llevadera, entiéndase nuestros líderes políticos, alimentan 
					este cultivo divorcista con expresiones legales que ponen en 
					precario el propio amor, contribuyendo desde sus doctrinas a 
					crear más problemas que soluciones. En multitud de Estados, 
					el matrimonio, ya no se considera un bien colectivo, ni un 
					valor público, sino algo arcaico y sin sentido. La palabra 
					dada tiene un valor limitado en el tiempo y el egoísmo es lo 
					que impera, lo que está bien visto o lo que se consiente. No 
					suele importar el pensamiento de cada uno de los cónyuges. 
					En el fondo, hay un desconocimiento total de la pareja como 
					riqueza y complementariedad; inexperiencia y confusión en 
					parte avivada por una radical ideología feminista, 
					renombrada de género, que casi nunca suele escuchar a todas 
					las partes. A mi juicio, creo que hemos pasado de un polo a 
					otro, sin mediar en los sentimientos de las personas, y en 
					la ayuda que precisan estos sufrimientos. Verdaderamente, 
					con excesiva asiduidad, cuando se produce la crisis, los 
					esposos se encuentran sin apoyo alguno, y esta indeseable 
					soledad los deja encerrados en un camino sin salida, llámese 
					mujer u hombre. Seamos sinceros, aquí también solemos 
					privilegiar el dinero a costa de la vida matrimonial, o sea 
					la industria del capital a costa de las propias miserias 
					humanas. Sería bueno que nos preguntásemos más en cómo 
					ayudar a los que viven esta situación para no caer en la 
					trampa de la disociación. 
					 
					Pensamos que el divorcio es la solución, porque así se 
					encargan de hacérnoslo ver el sistema que todo lo separa, 
					que no entiende de bien colectivo, ni de bien social, cuando 
					en realidad se debiera promover una genuina cultura del amor 
					y de la vida. En una sociedad que se desmorona 
					inevitablemente falla todo, tenemos que reconstruirla como 
					decía yo mismo hace unos días en otro de mis artículos. 
					Lógicamente hemos de aprender a convivir, a tener consigo 
					una comunión de vida y de amor estable, fiel y leal, 
					exclusivo y regenerador, de integración y de apertura, de 
					felicidad y de pasión. En todo caso, se tiene que 
					revalorizar el ser humano en su dignidad, como proyecto de 
					vida y como caminante de horizontes. Se trata de que todos 
					nos acompañemos a todos, de pacificar en lugar de guerrear, 
					de comprender y de poner en marcha una humanidad más 
					auténticamente amorosa. Lo nefasto sería entrar en una 
					guerra de género. Evidente, hay que prevenir las 
					separaciones, y eso solo se puede hacer desde la infancia, 
					con el ejemplo de sus progenitores, que es donde la persona 
					nace y se crece en el afecto. Todos necesitamos una 
					educación más humana, más del alma, más de la vida para 
					poder seguir viviendo y, de este modo, poder tener 
					continuidad como especie pensante. 
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