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                     Coincidiendo con el cuarto 
					centenario de la publicación de la segunda parte del 
					Quijote, se anuncian un aluvión de actividades, cuestión que 
					me alegra enormemente, y si el lector me lo permite, yo 
					también me sumo a esa moda cervantina, enhebrando sus 
					eternos coloquios con el momento actual. No olvidemos que 
					las grandes obras son imperecederas, y sus enseñanzas siguen 
					acá, despertando la curiosidad de todo ser humano. En ese 
					afán reconciliador, de nosotros consigo mismo, del mundo con 
					la sociedad, para garantizar que esta creación no 
					desfallezca, es vital que prosigamos creciendo con los 
					lenguajes del alma. Ya lo decía, en su tiempo, el autor de 
					la obra del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: 
					“Encomiéndate a Dios de todo corazón, que muchas veces suele 
					llover sus misericordias en el tiempo que están más secas 
					las esperanzas”. Ciertamente, cuando todo parece estar 
					perdido algo nos transforma, cambia nuestra actitud, y 
					parece como si la vida fuese otra. Dejarse abatir por una 
					realidad de sufrimientos y guerras, tiene poco sentido, en 
					la medida en que todo se disolverá en la nada, de ahí la 
					capacidad de reaccionar y de renacer, antes de comenzar a 
					pudrirse. La peor corrupción es el espíritu de podredumbre 
					que nos estamos injertando en vena, como si la mundanidad 
					fuese a solventar todos nuestros problemas. Cada uno de 
					nosotros tendrá su fin, nadie podrá comprar la vida, por eso 
					el camino de la luz, más pronto o más tarde renacerá, dando 
					salida a muchas amargas dificultades.  
					 
					Vivimos entre la espera del tiempo y, este mismo tiempo, que 
					se nos va de las manos. Lo que hoy es, mañana ya no es. Pero 
					siempre nos cohabitan unos dones que están esperándonos con 
					paciencia. Pongamos como concepto a meditar nuestra propia 
					liberación frente a tantas ataduras. Así lo dejó enmarcado, 
					el inolvidable caballero de la triste figura, Don Quijote: 
					“la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que 
					a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden 
					igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por 
					la libertad, así como por la honra, se puede y se debe 
					aventurar la vida”. Con este llamamiento a la esperanza de 
					vivir autónomamente, los seres humanos de nuestro tiempo, o 
					sea nosotros mismos, debemos ser cada vez más conscientes de 
					la dignidad de todo ciudadano, que ha de ser guiado por la 
					conciencia del deber y nunca movido por la coacción. Por 
					consiguiente, todos los individuos, dotados de razón y de 
					voluntad libre, estamos impulsados por nuestra misma 
					naturaleza a vivir, y a dejar vivir, emancipado. Por otra 
					parte, es inevitable que todos los pueblos del mundo se unan 
					cada vez más. La globalización es una realidad, por lo que 
					las personas de diversos cultos y culturas tienen lazos cada 
					vez más estrechos, lo que ha de acrecentar la conciencia del 
					respeto a esa diversidad. Por muy seca que esté la 
					esperanza, la familia humana tiene un tronco común, lo que 
					requiere que en todas las partes del planeta, se reanime la 
					libertad y se proteja eficazmente, mediante una tutela 
					jurídica universal. 
					 
					Tenemos que universalizarnos, ablandar nuestros corazones 
					ante tantas experiencias de sangre, sudor y lágrimas; 
					construir un mundo más humano, más movido por el alma de las 
					personas, más abierto a la pureza del amor. Quizás sigamos 
					sin aprender aún la lección más importante de la vida, la de 
					amarnos. Es nuestra gran asignatura pendiente. Todos 
					caminamos bajo sospecha. Al respecto, también decía este 
					príncipe de los ingenios que fue Cervantes, sobre el afecto 
					entre los seres humanos, que “la buena y verdadera amistad 
					no debe ser sospechosa en nada”. A veces, nuestra propia 
					inseguridad es tan fuerte que andamos todos descolocados, 
					hasta el punto que, el autor de la primera novela moderna y 
					una de las mejores obras de la literatura universal, 
					Cervantes, dividió la faz de la tierra del siguiente modo: 
					“Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela 
					mía, que son el tener y el no tener”. Obviamente, la 
					confusión nos invade, salvo en el tener que todo lo puede. 
					Los eternos dominadores continúan marginando, excluyendo a 
					su específica estirpe. Porque la codicia, efectivamente, 
					hace enfermar al ser humano, que acaba por destruir la 
					relación con sus semejantes, conduciéndolo a que todo esté 
					en función de ese tener dominante. 
					 
					Desde luego, no podemos privatizar un mundo a nuestro 
					antojo, tenemos que compartirlo y más con los más humildes, 
					lo que debe hacernos ir hacia adelante en comunión. Por 
					desgracia, los estigmas y la discriminación están muy 
					generalizados, y son muchos los ciudadanos que viven 
					recluidos en la soledad más absurda, que es otra forma de 
					estar muerto. Junto a estos campos de desolación, prosiguen 
					cometiéndose crímenes inimaginables todos los días, por 
					todas las partes, en medio de una impunidad persistente. Y, 
					aunque es cierto que por muy intensa y extensa que sean las 
					tormentas, el sol siempre vuelve a despuntar entre las 
					nubes, o como decía Cervantes, “no hay pecado tan grande, ni 
					vicio tan apoderado que con el arrepentimiento no se borre o 
					quite del todo”. Posiblemente tengamos que superar todas las 
					dependencias y volvernos más libres. Ya sabemos que un 
					progreso en manos equivocadas, lejos de ser un bien, se 
					convierte en un mal. Si los avances no se entroncan con el 
					interior de la persona, difícilmente vamos a estar felices 
					con nosotros mismos. La irracionalidad es tan acusada, en 
					ocasiones, que la libertad ha de ser conquistada y 
					reconquistada para el bien, una y cien mil veces otra vez.
					 
					 
					En cualquier caso, tenemos que tener la convicción 
					comunitaria como diría Don Quijote, de que “más vale el buen 
					nombre que las muchas riquezas”. Indudablemente, como 
					también apuntó el padre de la criatura, “al poseedor de las 
					riquezas no le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, 
					y no el gastarlas como quiera, sino el saberlas gastar”. Al 
					fin, hemos de saber, más que desembolsar, darle un buen uso. 
					Todo precisa de un recto criterio. Ayer teníamos la 
					expectativa de la instauración de un mundo perfecto que 
					parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la 
					ciencia y a una suma de fuerzas democráticas. Hoy resulta 
					que todo parece tambalearse. Mañana, tal vez aflore una 
					nueva esperanza, pero no una ilusión para mí, sino para 
					todos, un camino que nos fraternice y nos haga caminar 
					desnudos de egoísmos. Sería bueno dejarnos modelar por el 
					amor para reconstruir la fraternidad humana. Nos hará bien 
					examinar nuestros propios sentimientos, nuestra conciencia, 
					sin vanidad, sin deseo de poder y sin deseo de dinero. Al 
					fin y al cabo, el peso de las fortunas no donadas o 
					compartidas con los demás, acabará siendo un peso agobiante 
					para cualquier caballero andante. En este sentido, 
					Cervantes, fue un creador de diálogos en un mundo 
					contrapuesto de parodias permanentes. Nunca es demasiado 
					tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. 
					Sancho y Don Quijote llegan a confundirse y a reconocerse el 
					otro en el uno y el uno en el otro. Nadie vive solo. Puede 
					que ahí radique la estrella de la esperanza que ahora no 
					divisamos, en armónicamente saber convivir. 
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