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OPINIÓN - VIERNES 18 DE NOVIEMBRE DE 2005

 

OPINIÓN / EL OASIS

Apuntes de Franco
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

En España circuló con insistencia una historia, graciosa pero absolutamente falsa, que apareció en el libro El Caudillo y el Otro impreso en Buenos Aires, allá en los sesenta, en el cual decía que el doctor Puigvert había operado de una dolencia muy grave a Franco y que éste al despertar, le dijo agradecido al célebre urólogo:

-Doctor: le debo a usted la vida.

La respuesta del eminente especialista catalán, según el libro, fue la siguiente:

-Pues no se lo diga a nadie que bastantes enemigos tengo ya.

En Mi vida... y otras más, memorias de Puigvert, éste lo desmiente. Y añade que jamás tuvo que operar a Franco de nada. Quien sí se tuvo que poner en sus manos fue Muñoz Grandes. Lo cual le permitió al cirujano comprobar el mucho afecto que por él sentía el Jefe del Estado. Lo cuenta así:

-La emoción de un hombre normalmente poco propenso a expresiones efusivas es algo que produce escalofríos. Y antes de salir de aquella salita del hospital (Franco visitó a Muñoz Grandes) me esperaba una última sorpresa: vi al Caudillo sacarse un pañuelo del bolsillo (vestía de paisano) y pasárselo por los ojos humedecidos.

Antonio Puigvert decía ser un hombre de izquierda, republicano y catalanista. Contaba que había servido como capitán-médico en el Ejército de la República. Y que fue denunciado y, por fin depurado... Pero confesaba abiertamente que durante largos años fue amigo personal de un gallego, de profesión militar, que se llamaba Francisco Franco Bahamonde.

Es lo que ha venido a decir, más o menos, el presidente de Melilla, Juan José Imbroda, al colocar de nuevo una estatua de Franco en un lugar destacado de la ciudad. Pero mucho me temo que esa disculpa no le valdrá para evitar el que aumente el número de sus enemigos ni tampoco para que el PP sufra las consecuencias de ese gesto. Pero Imbroda, según estamos viendo en los últimos días, se ha soltado la melena y lleva camino de convertirse en un escudo de la derecha que trata de liberarse de los complejos.

De Franco se viene hablando mucho en estos días ya cercanos al aniversario de su muerte. Y a mí se me viene a la memoria lo que le ocurría al mirante Abárzuza, ministro de Marina entre finales de los cincuenta y principio de lo sesenta, cuando tenía que acudir al Palacio del Pardo para la celebración de los consejos de ministros. Se descomponía. Cambiaba de carácter y se le reflejaba a la legua, días antes del hecho, la intranquilidad que le embargaba.

Recuerdo perfectamente que el teniente de navío y ayudante del ministro, Carlos Alvear, solía decir que Abárzuza nunca se acostumbraba a aguantar la mirada de Franco. Y que ni siquiera se atrevía a dejar las reuniones aunque se estuviera haciendo polvo la próstata. Una vez, al ministro se le ocurrió decirle al Caudillo que tenía pensado acabar con el abuso que de los coches oficiales hacían tanto los jefes como los oficiales. Y la respuesta que recibió de éste fue la siguiente: “Deje usted que hagan lo que quieran y no me convierta en enemigos a los pocos que aún me son fieles”. Anécdota cierta: sucedió cuando yo estaba en el ministerio y a las órdenes directas del ministro. Y fue muy comentada entre el personal de confianza de Abárzuza. Lo cual viene a con firmar que a Franco no le gustaba saber la verdad de muchas situaciones. Sino que prefería hacerse el lipendi en todo lo que siendo un mal le reportaba beneficios. No me extraña, pues, que supiera que doña Carmen iba haciendo una fortuna con los regalos que recibía por parte de los joyeros. Por lo cual se deduce que el general formó parte de la cofradía de los del trinque.
 

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