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OPINIÓN - MARTES 4 DE OCTUBRE DE 2005

 

OPINIÓN / EL OASIS

El guardaespaldas
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Las señoritas del ropero tuvieron mucha fuerza durante los años del franquismo. Sobre todo en las dos primeras décadas de la dictadura. Cuando a Dios se le permitía opinar de la vida pública y España estaba dominada por el nacionalcatolicismo. Algo que debe recordar Benedicto XVI.

Las señoritas del ropero eran casi todas solteras que detestaban a los hombres y también las había casadas que ya no funcionaban con sus maridos y gustaban de estar muy cerca de la amiga piadosa o del cura apetecido. Tales señoritas eran todas muy afanosas: laboraban sin descanso y hacían jerséis que luego regalaban a los pobres. Eran de misa diaria y muy asiduas de las novenas y visitadoras de enfermos a los que iban preparando para el trance final.
 
Un día, siendo yo un monaguillo aventajado, la señorita Charo, que era la primera entre sus iguales, me preguntó si yo sabía cómo tenía la moral el padre Bermudo, y al responderle que yo no se la había visto, me castigó sin leche en polvo y sin queso americano. Pensó torcidamente, como casi siempre piensan las mujeres carentes de diversión, y la pagó conmigo.

La señorita Charo era soltera y cincuentona, pero gozaba de un atractivo que le permitía atraerse las miradas de hombres y mujeres. A ella, según decían, le gustaban los jóvenes: todos los jóvenes en general. Sin distinción de sexo. Sin embargo, se pasaba el tiempo deshojando la margarita y su falta de decisión terminaba por agriarle el carácter más veces de las debidas. La señorita Charo, de haber vivido en estos tiempos, habría sido una alcaldesa estupenda y con derecho a elegir guardaespaldas adecuado a sus necesidades. La señorita Charo se me ha venido a la memoria viendo la fotografía de la alcaldesa de Marbella: su parecido con mi paisana es tanto que he pensado en ella inmediatamente.

Cierto que Marisol Yagüe es rubia de bote y tiene más kilos que los que portaba la señorita Charo, pero luce idéntico crucifijo cerca de la pechera y posa con ceño similar. Y por lo que he leído sobre ella, sé que es también muy aficionada a cantar en coro y que se pirra por los jóvenes musculosos.

Marisol Yagüe, que por lo visto no funcionaba con su marido, ha visto el cielo abierto con el guardaespaldas que le pusieron o que ella tuvo a bien elegir. Porque las mujeres, cuando cumplen medio siglo, no se privan de lo mejor si la situación les es propicia. Y ser alcaldesa de Marbella, sin duda, es cargo tan importante como para que la Yagüe se haya permitido el lujo de imitar a Estefanía de Mónaco, metiendo a su guardaespaldas en la cama.

El guardaespaldas de la monterilla se llama Emiliano y, por lo visto, es de los que saben muy bien que a las mujeres hay que hacérselo todo por abajo. Y hete aquí, pues, que la alcaldesa anda loca con su protector. Ella no cesa de propalar que le ha robado el corazón y que le ha insuflado fuerzas suficientes como para destituir a dos concejales del PA por corrupción.

Eso sí, la alcaldesa de Marbella, aquí se cumple eso de que todo pueblo tiene el alcalde o la alcaldesa que merece, no sólo anda en perpetua luna de miel con Emiliano, sino que se ha preocupado de que su ex marido, su mano derecha en la Delegación de Hacienda municipal, gane cada vez más dinero. Y hasta le ha subido el sueldo a su novio y compañeros de éste. Mujeres como ellas son las que los hombres necesitan.

Y pensar que aquí dejamos marchar a Aida Piedra, por un quítame allá esas pajas. Pues siendo de la misma escuela que la Yagüe, aunque más joven, seguro que habría dado un juego similar. Claro que la culpa fue de Sampietro, por carecer éste de lo que tiene Emiliano: ¿verdad señora Yagüe?
 

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