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OPINIÓN - MARTES 4 DE ABRIL DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

El Príncipe Alfonso
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

El Príncipe Alfonso ha ido creciendo bajo la mirada distante y desinteresada de las autoridades y, por supuesto, de todos los políticos. Nunca se le prestó la menor atención a una barriada repleta de ciudadanos estupendos y deseosos de participar en la sociedad ceutí, pero que tenían la mala suerte de vivir en un sitio desatendido y abandonado a su suerte.

Un lugar que, debido a la distancia que lo separaba del centro urbano, casi nadie hablaba de él. Y, cuando por cualquier circunstancia negativa salía a relucir, lo primero que te decían es que te olvidaras del asunto y que nunca tuvieras la infeliz idea de poner los pies en un territorio que consideraban peligroso.

Y yo, recién llegado de afuera en los comienzos de los años 80, no entendía semejante postura; de manera que preguntaba y preguntaba y hasta, desoyendo consejos, me atreví a subir andando hasta el Príncipe Alfonso y algo más: incluso me senté en un cafetín a beberme el té de la amistad que me ofrecían muchas personas que sabían quién era yo.

Pasados varios años, y cuando a mí me dio por escribir en periódicos, decidí darle vida a una sección donde contaba la impresión que a mí me causaba todo lo que veía paseando por la parte de una ciudad elegida cada día. Y, como no podía ser de otra manera, relaté las necesidades de ese Príncipe Alfonso que iba creciendo sin control y que seguía siendo visto por las autoridades como un incordio que les hacía cerrar los ojos para eludir la realidad.

Una realidad donde se construía de manera anárquica y en la que comenzaban a refugiarse inmigrantes sin papeles. Menos mal que había un gran número de vecinos dispuesto a luchar contra las funestas consecuencias que acarreaba la dejadez de los poderes públicos.

De aquella época, recuerdo a Laarbi Mohamed, hoy presidente de la barriada, como alguien que estaba muy comprometido con los problemas de esa zona.

Con él, y con otros compañeros suyos, cuyos nombres lamento haber olvidado, pude enterarme de cuanto allí acontecía. De las muchas carencias que padecían y, sobre todo, de los problemas que iban surgiendo. Tenían miedo de que la barriada terminara siendo inhabitable. Un ghetto. Un espacio peligroso para el crecimiento de los niños. Y ya entonces reclamaban que se adoptasen decisiones políticas encaminadas a poner freno a un mal que iba generando ramificaciones de una delincuencia que aumentaba.

La cosa estaba clara: se estaban dando todas las condiciones posibles y más, para que, en poco tiempo, el Príncipe Alfonso se convirtiera en una ciudad sin ley. Era necesario hacer algo para evitar que el desempleo y la pobreza, el bajo nivel de educación y el problema de la vivienda, y esa idea casi generalizada de los vecinos convencidos de que no les dejaban participar en la sociedad ceutí, no fuera el caldo de cultivo de la delincuencia y de la violencia juvenil de los inadaptados.

Pues bien, nada se hizo en su día. Y aunque es cierto que ha habido algunos intentos de mejorar la situación, el mal ya había creado su base de sustentación. Por lo tanto, ya no son válidos los paños calientes, sino que es necesario sajar por la parte sana. Una operación que ha de emprender el delegado del Gobierno y el presidente de la Ciudad y contando con la ayuda inestimable de los vecinos, que son casi todos, que desean vivir en orden y ser tenidos como ciudadanos de derecho en todos los sentidos.

La muerte de Mustafa Ahmed, un vecino ejemplar y un hombre cabal, ha de ser la señal inequívoca de que el Príncipe Alfonso forma parte de la ciudad. Ya está bien de olvidos bochornosos.
 

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