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OPINIÓN - MARTES, 18 DE JULIO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Sigan discutiendo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Tiene razón Salvador Madariaga cuando afirma que durante el primer bienio republicano se dio la sensación de que se legislaba “más contra el pasado que por el porvenir”. Algo que pueden entender quienes se hayan interesado en leerse todo lo habido y por haber sobre aquellos años 30 de una España en estado constante de convulsiones sociales. Eso sí, legislar contra el pasado era darle vida a un programa basado, principalmente, en hacer desaparecer los privilegios de los sectores sociales hasta entonces preeminentes, es decir, la nobleza, el clero y el ejército.

Y esa tarea le tocó afrontarla a Manuel Azaña y a las fuerzas políticas que le seguían. Un Azaña que había llegado a la cumbre del poder político sin sufrir las mutilaciones de una larga carrera. Algo que siempre reconoció y que le hizo escribir en sus Diarios, lo siguiente: “Yo no he hecho carrera política, y estoy interiormente tan recio y tan en mi ser como hace veinte años, cuando yo no era más que un señorito indomable. Ésta es una ventaja que raramente puede disfrutarse cuando no hay una revolución”.

Esa fortaleza del hombre que no se gastado lo más mínimo en el ejercicio del poder y que se ve de repente con mucho entre sus manos, le permite poner en marcha una democracia parlamentaria sin decreto de disolución al arbitrio del Jefe del Estado, separación de la Iglesia, divorcio y secularización del matrimonio, voto de la mujer, estatutos de autonomía, proyectos de riego y electrificación, leyes sociales, expansión del sistema público de enseñanza, planes de accesos a las grandes ciudades. Todo eso fue lo que se puso en marcha en España entre 1931 y 1933.

Pues bien, lo que no calculó Manuel Azaña fue el vendaval de pasiones adversas que iba a levantar todas esa reformas y, sobre todo, el no disponer de los medios adecuados para abatir los obstáculos que habrían de levantarse a su paso, desde todos los ángulos.

El primero el de los campesinos que esperaban una reforma social adecuada a las necesidades que venían padeciendo por mor de estar sometidos a un régimen casi feudal. Y, desde luego, la masa obrera que también malvivía en todos los aspectos. Fue ahí donde la II República, a pesar de ser socialmente reformista, no se atrevió a ahondar, por miedo a una revolución social. Conviene aclarar que el Gobierno estaba compuesto por burgueses con propiedades y, por tanto, muy respetuosos con el derecho a la propiedad. Tampoco los socialistas, participantes en el Gobierno, estuvieron en un primer momento dispuestos a que España se incendiara por medio de una revolución social. Y los comunistas, aún pocos en números y en poder, sabían positivamente que para salvar a la República había que no asustar al capital ni a las naciones democráticas.

De esa guisa, los días transcurrían entre sobresaltos: la gente del campo perdía la paciencia y los anarquistas hacían de las suyas ante cualquier provocación. El Gobierno daba muestras de anticlericalismo. Nada nuevo: puesto que los masones ya eran anticuras mucho antes de manejar los hilos del poder. Y qué contarles de la otra parte: las derechas atizaban el fuego de la discordia porque querían seguir disfrutando de sus privilegios y Sanjurjo dio el primer aviso con un golpe de Estado que fue sofocado porque, como dijo don José Ortega, “es que aquí no se sabe organizar nada”. Del general golpista cuentan, que yendo preso hacia el penal del Dueso, tras ser indultado de fusilamiento, lo primero que preguntó al comisario (Aparicio) es si estaba preso el coronel del 27 Tercio de la Guardia Civil. Al saber que no, respondió: “¡Valiente sinvergüenza! ¡60.000 pesetas se ha llevado! Con esta España, todo lo que vino después estaba cantado. Sigan discutiendo y, a ser posible, insulten.
 

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