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OPINIÓN - MARTES, 20 DE JUNIO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La soledad de Aragonés
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

En relación con los entrenadores de fútbol se suscita siempre la misma discusión: ¿es necesario para serlo haber sido jugador y, aún más, haber sido un extraordinario jugador? Cierto que este debate perdió fuerza hace ya muchos años; aunque de vez en cuando haya profesionales, no muy afortunados, que traten de reavivarlo para ponerse de parte de quienes piensan que es indispensable haber sido futbolista y, a ser posible, famoso.

Luego, resulta que hasta Luis Aragonés, aprovechando un año sabático, se fue a Milán para aprender de Arrigo Sacchi cuando éste irrumpió en el fútbol con ideas nuevas y aceptadas por un grupo de figuras, alguna que otra a regañadientes, que sabían que el hombre que los aleccionaba había sido vendedor de zapatos, y nunca futbolista.

Sin embargo, uno mentiría si no dijera que haber sido profesional del balón, durante años, permite al entrenador conocer, en toda su amplitud, el comportamiento de los jugadores y los problemas con los que se va a enfrentar desde el primer día que se siente en un banquillo. Situaciones desagradables que se repiten en cualquier categoría como consecuencia, casi siempre, del disgusto de quienes no juegan y del mal talante que, más pronto que tarde, suelen sacar a relucir. Por tal motivo y por la enorme presión a la que es sometido el entrenador, ya sea porque el equipo no consiga los objetivos previstos o bien porque su juego no está acorde con las exigencias deseadas, sea éste la persona más solitaria del mundo.

Mucho se ha escrito y se ha hablado de la soledad de los entrenadores. De cómo se les va agriando el carácter y de qué manera se les nota cada vez más desconfiados de cuanto los circunda. Terminan dando la impresión, en muchos casos, de andar siempre dispuestos a saltar a las primeras de cambio, por un quítame allá esas pajas. Y hay épocas, incluso, donde hablarles es exponerse a que respondan con acritud y mirando de manera altanera a quienes les parece que hacen preguntas necias. Y qué decirles del comportamiento que algunos muestran cuando están en familia: a veces es preferible que los suyos les dejen rumiando sus problemas y procuren no interrumpirles lo más mínimo.

Luis Aragonés sabe mejor que nadie, pues él nunca fue de trato fácil para sus técnicos, que los peores enemigos de los entrenadores son los jugadores que están en el banquillo. Los cuales, permítanme la vulgaridad, no tienen ni un pase. Los suplentes, por más que los haya buena gente y con cierta educación, nunca aceptarán el jugar poco. Y ello los convierte en seres predispuestos a meter la pata y a buscar el motivo más nimio para sentirse heridos en su susceptibilidad y hacerse notar cada dos por tres. Y, desde luego, para mostrar lo peor de sí mismos.

El seleccionador nacional, que sabe del asunto, por viejo y por diablo, lo que no hay en los escritos, pensó en su día que la defensa a ultranza de Raúl, en los momentos en que éste era puesto en la picota, le iba a valer para que éste mantuviera las formas por su condición de suplente en Alemania. Vio en ello Aragonés una manera de trajinárselo tan digna como otra. Pero que jamás dará buenos resultados en el mundo del fútbol. El agradecimiento de los profesionales del balón, al entrenador que les tiende la mano en situaciones de apuro, caduca en el instante donde éste no ve posibilidades de alinearlos como titulares. Lo que me extraña muchísimo es que Luis Aragonés, a estas alturas de su vida deportiva y a su edad, se haya empeñado en darles tanta explicaciones a quienes no juegan. Pues hablando con corrección y actuando con justicia, sobra la coba por sistema. Ahora bien, si se da ese paso no caben hacer distinciones.
 

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