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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 24 DE MAYO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Pepe Bravo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Viendo el partido Real Madrid-Castilla-Tarragona, hace dos semanas, me acordé de Pepe Bravo. Puesto que él, cuando su carrera declinaba, jugó en el Gimnástic cuando este equipo militaba en la Primera División, allá cuando los años 40 estaban tocando a su fin.

En el Tarragona volvió a ser compañero de Domingo Balmanya, quien sentía por Pepe mucho afecto y gran admiración. Y así me lo confesó un día aquel extraordinario catalán y uno de los técnicos más solventes que ha tenido el fútbol español.

Me decía don Domingo: “Mira noi, Pepe era pequeño de cuerpo pero un gigante cuando tocaba ponerse el traje de faena e ir a por los defensas que te asustaban ya con la mirada y te decían impropios y te daban patadas y pellizcos que te dejaban molido. Pero él, con su temperamento, velocidad y arrojo, los burlaba, una y otra vez, y hasta los amedrentaba. En cuanto a su fuerte carácter, había que entenderlo porque, antes o después, se convertía en ese gran compañero dispuesto siempre a dar la cara por sus amigos. Iba de frente y se le veía venir”. Y Balmanya terminaba preguntándome:

-¿Cómo está ahora?

Esta conversación la mantenía yo con Balmanya antes de que Pepe se tuviera que meter en la cama para no levantarse más.

Mi amistad con Pepe Bravo fue tardía. Se hizo posible en el año 83. Antes sabía de él lo que me contaba Ricardo Muñoz: que siendo hincha del Barcelona aprovechaba cualquier acontecimiento futbolístico para viajar con Bravo a Barcelona. Y yendo con él, a Ricardo Muñoz se le abrían todas las puertas del barcelonismo y vivía intensamente las amistades que en aquella Barcelona había dejado el extraordinario jugador ceutí, durante su etapa como azulgrana (A propósito, me imagino Ricardo que te tendrán al tanto de la gesta realizada por tu equipo).

Pero volvamos al año 83 que es cuando un buen día me dicen en el club que a Pepe Bravo le apetecía ir con la Agrupación Deportiva Ceuta a Badajoz. Y allá que di mi visto bueno para que el ex futbolista viajara con la expedición y compartiera el mismo hotel.

Lo tuve de compañero de asiento en el autocar y ahí comprendí que aquel hombre había leído lo que no está en los escritos y que gozaba de una cultura que se la reservaba para las ocasiones en las cuales alguien se confundiera de camino. Luego, paseando por la ciudad extremeña, tuvimos la ocasión de seguir conociéndonos y así principió a forjarse una relación tardía pero intensa.

A partir de entonces, raro era que yo no disfrutara de las conversaciones con Pepe. Eso sí: después de que él hubiera cumplido con sus ejercicios diarios y los baños en el mar. Cuando su enfermedad fue avanzando, y gracias a su familia, me tomé la libertad de visitarlo en varias ocasiones. Y él me mostraba su agradecimiento.

Con Pepe Bravo, de quien nunca hablé en esta columna, me pasó algo que ahora sí puedo contar: a él le habían hablado muy mal de mí y a mí muy mal de él. Y, aunque ambos desconocíamos ese doble juego, nuestros primeros contactos estuvieron presididos por la cautela. Y, sin embargo, sólo necesitamos el menor tiempo posible para darnos cuenta de que entre nosotros había surgido la empatía. Y ya todo fue coser y cantar.

Nos ayudó a entendernos el que Bravo sabía hablar y decir cosas interesantes. Con él se podían tocar todos los temas. Ya que no sabía de todo, lógicamente, pero procuraba empaparse de todo y acababa por conocerlo todo. Y era tan buen contertulio que uno se ponía a pegar la hebra con él sin mirar el reloj ni acordarse de que el tiempo es oro. Merecía Pepe estas palabras, ahora que el Tarragona parece que está a punto de ascender a la División de Honor.
 

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