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OPINIÓN - LUNES, 6 DE NOVIEMBRE DE 2006

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Nazarita José Carpintero (VIII-XV)

Por Flor Garrido


CAPÍTULO VIII

Cierro los ojos y me parece ver la caravana de los esposos camino a Jerusalem. Es un viaje largo y penoso, de montes escarpados, desérticos, con tiendas de beduinos que cuidan de sus cabras y borregos. Son hombres sufridos, tostados por el aire caliente que sopla en esas tierras. Conocen a los peregrinos que suben y bajan. María va en su borriquilla algo cansada y sedienta ya. Y José, preocupado y solícito, la invita a bajar para tomar un descanso y beber rica leche de una cabra recién parida que tiene su amigo Geraseo. Charlan, se ríen comentando algunas noticias que corren de boca en boca, beben juntos el típico elemento blanco radiante: leche purísima. María está echada en una estera. Me parece imaginarla adormecida o pensativa. Sin perder la dulzura de su rostro, sin embargo debe estar preocupada.

¿Cómo decirle a José lo acontecido con El Enviado del Señor? Pero María se ha entregado a la voluntad del Altísimo. Está totalmente abandonada en las manos de Dios, y Él es quien deberá decidir cómo y cuándo ha de saberlo todo José. ¡Tan buenísimo esposo suyo! ¡Cuánta suerte la de María haber encontrado al esposo ideal, el que la acompañará en las alegrías y en las tristezas! Su esposo fiel.

Los dos han entregado su castidad al Padre. En ella casi es prohibitivo, pues las mujeres de la estirpe de David esperan llevar un día en su seno al Mesías. Y por otra parte, entre los nazaritas, los votos podían ser renovables, pudiéndose cancelar en algún momento.

José mira a su esposa y ella se incorpora después del reposo.

-“¡Qué bueno eres, José! Que el Señor te pague tus desvelos hacia mí con bendiciones especiales. Yo te querré por siempre, daré mi vida porque seas feliz. Nunca te haré daño ni con el pensamiento”.

Él sonríe, acaricia sus cabellos e inclina su cabeza para unirla a la de María. Tímidamente seca el sudor de la bella mujer que tanto ama.

¿Cómo decirle que ya soy Madre?, se preguntaría la joven. Y un infinito dolor traspasa su dulce corazón… Tiene que esperar a que el ángel llegue a José e ilumine su entendimiento.

Puestos de nuevo en camino, llegan a Jerusalem, donde les esperan familiares para cobijarlos unos días. El viaje ha sido largo y penoso. María estuvo ensimismada, aunque sonriente siempre, entre encrucijadas y campos frescos, donde se entretuvieron en ver pastorear a los rebaños de corderos, trotando al son de balidos.

Luego, al final, se separan los desposados con un puñado de sonrisas.

CAPÍTULO IX

Aim Karim es un lugar privilegiado por la naturaleza. Corren amplios valles de verdes purísimos y aguas cristalinas discurriendo como elegantes cascadas que parecen erguirse en la distancia.

Visitar Aim Karim es soñar con los ángeles y santos. Es vivir en el cielo. Yo he peregrinado por aquellos ricos valles, que surten aguas en sus faldas.

Tierras ricas donde el Señor se complace en dotarlas de dones y gracias. La calma divina se palpa entre sus gentes, agricultores sencillos que se abastecen de lo necesario al hombre, trabajando en sus huertos.

María está deseosa de llegar y abrazar a su querida prima, de ayudarla y animarla en el tiempo que resta para el alumbramiento. Mira hacia atrás en la distancia y comprende que el Hebrón hace ahora de barrera que la separa de su esposo. Ve cómo la primavera deja descolgar jugosos higos de las frondosas higueras. Ve también otras mezclas de frutos que son todavía pequeñas bolitas verdosas, adornadas con tapices semejando espaciosos mantos de esmeralda.

Algunos niños de poblados cercanos se entretienen cogiendo moras selváticas. Han visto a María en la distancia. Se vuelven hacia ella y levantan sus manitas en simpático saludo. La joven deja abrir su manto azulino y corresponde al saludo con su habitual sonrisa.

La casa de Zacarías e Isabel es señorial y hermosa, con amplios salones y el clásico jardín central, propio del estilo hebráico.

María llama a la puerta. La mujer que sale a abrir es ya mayor, como la dueña. –“¡María, mi bella niña! Pasa, que llamo enseguida a Isabel. Te espera desde hace días”, le dirá.

Se abrazan todos y se besan. Luego se sientan a que se refresque la joven. El niño que Isabel lleva en su seno salta de gozo. E Isabel, iluminada con la Sabiduría Divina, exclama emocionada:

-“¡Dios te salve, María… Bendito sea el fruto de tu vientre!” No es difícil profetizar cuando el hombre está muy ape8gado al Señor. Y los judíos de entonces no cesaban de orar pidiendo una corta espera, por lo que era muy frecuente en Israel encontrar entre sus gentes el don de profecía.

Toman suculentos frutos secos y jugos de fresca fruta. María anima mucho a su prima, pues le trae juventud y esperanza. Ambas darán largos paseos a la caída de la tarde, observando ya el gran huerto trasero repleto de flores y arboleda. Preparan el ajuar necesario para la llegada del bebé, a punto de nacer. Y María dirá en secreto a su prima la preocupación que siente, porque su amado José aún no está enterado de la Divina Espera. –“¡Todo lo arreglará El Señor, Nuestro Dios!. No te apures, mi amor. Él te indicará el modo…”

CAPÍTULO X

María mira a los montes que se impregnan de azul con su mirada aguamarina. Allí está la espesa vegetación, la buena tierra alimentando frutos, igual que una madre amamanta a sus crías.

Piensa, porque lo sabe, que de las plegarias “vivas” nacen las gracias como lluvia fresca, si éstas se nutren de amor y sacrificio. Y Ella está dispuesta a todo. Orará intensamente hasta el próximo encuentro con su esposo, cuando ya el abultamiento maternal sea tan visible que necesite la ayuda del Cielo para su entendimiento.

Ambas primas se entretienen en hablar del futuro nombre que habrán de poner al Hijo de María. Ella sabe que los profetas le llaman El Salvador; e Isaías dice: “Él es el hombre de los dolores. Con sus llagas fuimos curados. Fue cubierto de heridas y golpes por nuestros crímenes. El Señor quiso agotar sobre Él todos los padecimientos. Después de su sentencia, fue puesto en alto”.

-“¿Qué harán con mi Hijo?”, pregunta María sin consuelo. Y su prima, estremecida, la tranquiliza, ofreciéndole florecillas silvestres, o atrayendo corderitos que balan junto a sus madres, e incluso, cabritos bebés manchados de blanco y negro en su terso pelo.

-“Se lo contarás todo a José. José lo amará mucho”. Dice Isabel.

-“Y Zacarías también sabrá que tu hijo no viene de modo natural. Él lo entenderá”.

CAPÍTULO XI

Ha llegado Zacarías al encuentro de las dos mujeres. Está mudo, porque fue incrédulo al ángel, cuando le anunció el alumbramiento de su esposa Isabel. Y María dice: -“Tal como dijeron los Profetas, nacerá el Rey de la estirpe de David”.

Y Zacarías escribe: -“Nacerá en Belén. Todos iremos allí a venerarlo”.

Han pasado tres meses. Juan ya nació y Zacarías volvió a hablar de nuevo, precisamente, cuando decidió el nombre que llevaría su hijo: “ Juan “. Todos dispuestos para la presentación del pequeño en el Templo, después de la fiesta de su circuncisión, se dirigen a la Ciudad Santa.

Ya acabó todo y los esposos han de marcharse con Juanito antes de que anochezca. Anochece en Jerusalem y María espera a su amado José, que no llega.

Se aproxima la hora de la despedida y aún no ha llegado José. –“¿Dónde estará mi amado José?”, piensa la Virgen.

María se tapa su redondez con el manto, aunque el intenso calor moleste su blanca piel y la haga sudar. Y por fin, cuando ya parecía que José no iba a llegar a la casa de su pariente Zebedeo, donde se habían hospedado cuatro meses antes, su amado esposo aparece en el umbral.

-“¡Bendito seas, José, que El Señor te envió a Mí!”, dice la joven. Ya, todos tranquilos, despiden a Isabel y Zacarías que deben marchar al Hebrón con su bebé.

-“Perdóname María. Llegó tu mensaje a Nazaret y vine al punto, caminé sin cesar…”

-“Perdóname tú por alejarme de Nazaret tanto tiempo”. Y se sonríen ambos rezumando un amor eterno. Amor puro, regalo de Dios, que todo lo tiene previsto.

Deben partir a media noche, pues el calor arrecia fuerte durante el día. Así lo advierte José a su esposa. Y le agrega: -“¡Verás María cuántas flores en el huerto! Y los árboles frutales cargados con manzanas e higos. Las uvas son ámbar granado. Y el estanque de la gruta te saciará de agua. Allí serás muy feliz, amada mía”.

-“¡Qué bueno eres, José! ¡Dios te colmará de bienes por ser tan fiel, tan atento!”, exclama la joven con fina sonrisa.

Se apresuran ya colocando los cofres en sus borriquitos. Una silla en un borrico es para María. Sube. José ha observado la redondez de su esposa. Calla. Salen por una de las puertas de Jerusalem antes de que sean cerradas.

El silencio de los esposos se enlaza con un cielo sereno cuajado de estrellas y el silencio de los huertos y montes. Quizás, el bello trinar de un pajarito, que se abre cantarín al alba.

CAPÍTULO XII

José, el bueno, el servicial, el que no vive para sí mismo ya, sino para Ella, María, lleva una punzada de dolor en su corazón. Le duele la percepción que ha notado en su esposa y se agita en un mar de dudas.

José, hombre santo, que no había recibido aún el aviso celestial, no sabe qué hacer. ¿Repudiar a su esposa en silencio? Y las miradas de dolor se entrecruzan entre ambos, sin que Ella se atreva a explicar, ni él hacer reproche alguno. La costumbre en estos casos era apedrear a la mujer en público.

Pero María ora sin cesar, pidiendo a Dios que José sepa pronto la verdad, que no se alargue la agonía entre ambos. Es una prueba muy dura que exige Dios a los que ama.

Han llegado a Nazaret y se despiden ante la puerta de María. ¡Qué triste está José! ¡Qué pena tiene la Virgen!

Luego, en el transcurso de los días, de tanta tristeza, María pierde el color dorado de los aires soleados del Hebrón. Llora y reza. Espera, ¿qué dirá de Ella su esposo? Y unos golpes en la puerta le hacen salir de su éxtasis. Gran sorpresa es la que se lleva la joven cuando al abrir, se encuentra a su esposo amado José.

- “¡José…! ¿Quieres decirme algo? Entra”. Y José, cierra la puerta con mirada suplicante. “ ¿Podrás perdonarme, María mía? “ El bueno de José intenta arrodillarse llorando, mientras María, infunde ánimo a su espíritu.

- “¿Te afliges? ¡No llores!”

- “¿Cómo podré recibir a Dios, yo pobre de mi? No podría tocar a Mi Señor, Mi Dios”

- “Sí, José, que Jesús se acerca a la pobreza, pero nuestra casa será un palacio con Él. Oiremos la voz de Nuestro Dios y Señor. Él será nuestro gozo”.

Ambos lloran de gozo, porque la pesadilla ha concluido. Se ha superado con creces la obediencia del Justo. La intachable María concibió al que vendría a cancelar la culpa de soberbia destructora del hombre. Ella, sólo la esclava del Señor, y los esclavos no discuten las órdenes, las ejecutan. ( Y yo me pregunto: ¿Cómo el hombre actual podría volver a la obediencia, humildad y confianza plena en Dios?)

CAPÍTULO XIII

José, que piensa en todo, que tanto se preocupa por María, piensa ya en los preparativos para el Censo de Roma. Un edicto en la puerta de la Sinagoga avisa el empadronamiento en Belén. Él, mirando a la Virgen, se atormenta pensando en los largos caminos que deberán recorrer hasta llegar. Está asustado. ¿Cómo lo soportará María?

- “Pienso en Las Sagradas Escrituras: Y tú, Belén de Efrata, eres el más pequeño entre los poblados de Judá, pero de ti saldrá el Dominador. El Dominador que fue prometido a la estirpe de David…”

Ya sonríen otra vez.

“No tendremos miedo. Confiemos tranquilamente en Dios. Mandará a sus ángeles y ellos nos ayudarán y protegerán. Nuestro Hijo viene rodeado con el misterio del Padre y nosotros mantendremos el secreto”. María habla confortando a su esposo.

Me parece ver a los esposos por las espesas campiñas y extensos pastizales que llevan a las montañas de Belén. Los hielos y fríos invernales dibujan a los valles de una blancura brillante y fina.

¡Cuánto se preocupa José por arropar a su esposa con el manto que él llevaba puesto ! Que María vaya cómoda, y que no sufra. Sus miradas; como siempre, son de sonrisa transparente y aterciopelada. Por aquí y allá se ven pastores cuidando sus ganados y conduciéndolos a rediles entre pequeñas colinas cercanas. Algo de leche recién ordeñada será buen alimento para María.

-“No, José. No hace falta pedir leche a los pastores. Ellos la dan generosos”.

“¡Mi José bondadoso y lleno de amor! Que nunca te abandonen las bendiciones del Señor”. Y José, humilde, agacha su cabeza con emoción.

Próximos a la aldea, el hombre prudente y justo busca albergue. Pero no hay ningún alojo para ellos, ya que han llegado demasiado tarde. Allá, al fondo, existe una cueva entre ruinas, apenas sin luz. Se acercan. Un buey les saluda con un mugido.

Se han ubicado en el crudo suelo sucio de paja y excrementos. El heno de un pesebre allí instalado sirve también al cansado borriquillo, y para lecho de los esposos. Toman pan y queso y beben agua de una cantarilla pequeña. El fuego de José, hecho con ramas de unos árboles, chisporrotea. En aquellos pobres apriscos, la leña prendida semeja a los corazones encendidos de los esposos, que esperan ya la llegada del Mesías.

- “¿Te hace falta algo?”

- “Nada, José. Descansa”.

Ella mesa los cabellos algo grises de su esposo, el buen José. Quizás se intercambien frases plenas de amor. José, al fin, es muy probable que se incline recostado en el suelo, para orar.



CAPÍTULO XIV

Yo, que conozco el sitio exacto donde se alojaron los esposos en una noche fría de invierno blanco por la nieve, me quedo absorta pensando ya en El Niño que ha de nacer. Ardo en deseos de verlo, para besar sus piececitos rosados cual perlas brillantes, refulgentes, del mar. Quiero tomarlo presta en mis brazos, apretarlo tiernamente contra mi pecho, extasiarme mirando su sueño… Que no se marche nunca de mi corazón…

El albergue rocoso compartido con los animales, es pobre. La pequeña hoguera que vigila el cansado de José, es tan pobre que parece dormitar. ¿Qué pensará José reclinado sobre su pecho en actitud doliente? Ya se durmió al fin, el cansancio de las duras jornadas, lo venció sumiéndolo en profundidades celestiales.

María, sonriente cual mariposa aleteando en flores, dibuja el amor en sus labios, que aflora, cual plegaria de contemplación divina.

Ora. Ora plácida. Ora sin cesar. Ora abriendo sus brazos al padre ofreciéndole todo en sus blancas manos, que miran a la bóveda celestial. No se cansa de orar. Sigue orando incansable. ¡Largas son sus plegarias al Señor!

Y José se duele por haber dormitado, pues la Ley del fuego se extingue y oscurece el lugar. Se levanta, echa unas ramitas que prenden ascuas. Pero el frío cala sus huesos, congelando su triste corazón. Nuevas ramas avivan lo encendido y traen más calor. En pie, se acerca muy en silencio a Su María. Le pregunta. Le insiste, y al fin Ella responde:

- “Estoy orando, José, no me hace falta nada. No me cansa orar. Duerme tranquilo”.

El hombre sencillo, calla y ora apartado de Su esposa. Tapa su cara en ferviente plegaria, de rodillas, para no dormirse.

El techo agrietado deja pasar rayos de cielo. Son hilos de plata que buscan a María, fiel orante de Su Señor.

¿Quién llama a la joven desde lo alto? ¿Qué ven sus ojos radiantes de emoción? ¿Qué sentimientos le traen en la dichosa hora de Su Maternidad?

Sus manos y su rostro se vuelven azulinas de tanta luz, contagiados por el color de su vestido…

CAPÍTULO XV

Mis ojos se cierran con el sueño de José, que así lo quiso el cielo. Pero aún de este modo, contemplo para mí la luna que brilla en la Nueva Jerusalem estrellada. Un manantial de luz baja del Cielo, agrandando el ambiente humilde que rodea al hombre y a la mujer. Y las piedras húmedas y antiguas se hacen de plata bruñida.

Las ascuas reverdecen a la lumbre que José encendió para la pronta cálida Acogida.

El rostro de María se toca de sonrisa sobrehumana. ¡Cuánta luz! ¡Cuántos destellos! ¡Divina luz, eterna fuente de luz que no se apaga!

Y nace El Emmanuel, El Esperado por los siglos. El que llenará de Amor a un mundo marcado por la ingratitud y el odio. Él todo Amor. El que de Amor a raudales, morirá de amor entre la negación del hombre ingrato.

Y María, como absorbida por la irresistible Luz, emerge como La Madre del Hombre-Dios, del Dios Vivo.

Oraba José. Se estremece de amor ante el Hijito que María sostiene en Sus brazos y que ambos deberán cuidar con sigilo y esmero. Se acerca ante El Pequeñín regordete y rosado, que mueve sus manitas y gesticula, como capullito en flor que se abre al aire. Llora trémulo como corderillo reciente. María adora a Su Hijito sonriente y lloroso. Besa su cabecita y se inclina sobre su pecho…

José toma al Niño y se llena de lágrimas. Y ora de nuevo. Debe envolver a María con Su Manto oscuro.

Los esposos reverencian al Recién Nacido con inmenso gozo.

- “Ven José, ofrezcamos al Padre este Divino Niño”.

María levanta a Su Hijo entre los brazos y ora de nuevo:

- “Aquí están tus Siervos, Señor. Que siempre hagamos tu Voluntad. Que en cada momento lo que hagamos sea para tu gloria. Toma José, ofrece tú también al Niño-Dios.

El pobre José, tan humilde, casi no se atreve. Pero Ella continúa:

- “Nadie más digno que tú. Eres el escogido por El Altísimo, desde los siglos. Toma, mientras busco los pañales”.

- “Oh Señor, Mi Dios! Aquí tienes a Tu Hijo”. Llora. Llora intensamente. Procura cubrir El Cuerpecito del Pequeñín para defenderlo de las heladas de la noche. Un buey y una mula les dan calor y los protegen del aire que trae nieve.

¡Qué bondad en el rostro de José mientras acuna al Niño apretándolo contra sí mismo!

María sacó del cofre los lienzos y las fajas. La hoguera les dio calor. Envuelve a Su Bebé. ¡Ya está! Y con heno limpio del buey y unas tablas del Pesebre, hicieron Su cama. Y el primer lecho del Salvador está preparado.

Ambos inclinados sobre el pesebre velan el Sueño de Su Hijito que después de calmar Su llanto, duerme dulce.
 

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