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OPINIÓN - DOMINGO, 26 DE NOVIEMBRE DE 2006

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Ahora....

Por Flor Garrido


YO creo que ya lo he superado. Por eso estoy tranquila. Lo reconozco mientras fumo un cigarrillo de los que no pienso ya dejar a mis años, y tomo una taza de café para aguantar la noche despierta cuidando a Maruja, una anciana que requiere mis cuidados como enfermera, y que ahora duerme.

Y esta reciente etapa de mi vida quiero vivirla tranquila, sin sobresaltos, después de algunas tristezas, bastantes sinsabores y mucha falta de amor verdadero, porque a causa de mi terquedad siempre se producía en mí la misma constante: me juntaba con personas que no me amaban y me fui alejando de los que bien me querían y lloraban mis ausencias.

Toda la vida buscando algo nuevo, distinto, y al fin lo he encontrado.

¡Ahora estoy en Granada!

De muy pequeña, allá en Ceuta, mi terruño natal, sabía cantar unos cuplés graciosos y algo picantes que mi tata me enseñaba, y los estrenaba en los teatrillos que mi hermana organizaba en nuestra casa de la calle Sargento Coriat.

Decían que era una niña muy resuelta y vivaz.

Mis padres estaban locos conmigo, yo era consciente de ello, y quizás fuese éste el motivo por el que me mimaban sin medida, aunque pronto ellos sentirían el dolor de verme muy enferma. En Ceuta por aquel entonces no había un servicio médico adecuado para tratar con tumores desconocidos.

Los médicos no daban un duro por mí , hasta que por fin mi madre a pesar de los pocos recursos que entonces se manejaban, decidió que nos marchábamos a Madrid, al Gran Hospital donde estaban los mejores cirujanos sobre todo tipo de tumores infantiles.

Mi pierna derecha me dolía mucho, cada día cojeaba más, los medicamentos que traían de América para curarme no hacían su efecto y eran muy costosos, y además, en el hospital ceutí, pretendían inmovilizarme colgando mi pierna del techo.

Aquel viaje, en lugar de que resultara una experiencia negativa, fue del todo estupendo. Yo aprendí nuevas canciones de las gentes que iban a Madrid, para curar allí males terroríficos por entonces.

Las monjas me enseñaron a recitar preciosos y largos poemas que yo me sabía al dedillo, pero lo más importante se produjo cuando observaron que milagrosamente el tumor que parecía llevar mal cariz, desapareció. Aunque personalmente no creo en los milagros, reconozco que aquello lo fue.

El doctor Madruga con todo su equipo no podía creérselo, no obstante, así era. No tenía aún ni idea de la inmensa alegría que ello supuso para mis padres.

Decidieron, antes de regresar a Ceuta, llevarme a visitar el zoo, el Parque del Retiro y Galerías Preciados. Allí compramos regalos para mis hermanos que, esperaban nuestra pronta llegada en tanto que iban todos los días a la playa de Fuente Caballo, bajando por la Rocha, justo enfrente de la calle del Espino. Una temeridad, pues era el caminillo que solían tomar las cabras para comerse los cogollitos de las plantas recién nacidas.

Y regresamos a casa en el mes de septiembre, momento propicio para comenzar mis estudios de primaria. Yo aprendí a leer enseguida, era una esponja asimilando cuanto me enseñaban.

(Y cuando tiempo después pasé al instituto, era una jovencita inteligente, de las que en los concursos de clase sobre accidentes geográficos o los más famosos e importantes reyes hispanos, siempre me llevaba el Atlas del sorteo, o un diccionario soberbio.)

Mi tata, hermana de mi madre, que no había tenido hijos, casi me crió mientras mi madre se iba a la escuela. Ella era maestra. De ella guardo entrañables recuerdos y un gran cariño.

Tuve una época de gran rebeldía en mi juventud, era una inconformista que todo lo ponía en tela de juicio. Incluso participé en lecturas de autores en el exilio, entonces prohibidas. Nos reuníamos los amigos “disidentes” de la dictadura de Franco, por llamarlo de alguna manera, y proyectábamos sueños futuros, que en muchos casos se nos fueron al garete.

Hoy no recomiendo a ningún joven que sea terco con sus padres y les haga sufrir sin motivo, pues a la larga, se paga con creces, retrasando el progreso personal, e incluso, arruinando totalmente las grandes ilusiones que se tengan puestas en un próximo futuro.

Yo dormía en la casa de mi tata. La quería muchísimo, pero como todo se acaba, esta felicidad me duró poco, pues mi tata fue atropellada por un coche y murió cangrenada.

Fue una soledad tan grande la que me entró que no podía soportar nada a mi alrededor, debía comenzar una forma nueva de vivir.

Dejando a mis padres derrotados, decidí marcharme de la ciudad. Ponía en práctica lo que había estado madurando ,sin atreverme a hacer, durante algún tiempo.

Me ausentaba de mi tierra querida para siempre.

Me oprimía, me asfixiaba el bello recuerdo de niñez y adolescencia, tan mimada junto a mi tata. Las dos estuvimos siempre tan unidas, que no concebía ahora el transcurrir de los días sin aquella entrañable y poderosísima compañía.

Entonces, me miré al espejo vestida como estaba de riguroso luto. Tanta negrura dañaba mi alma y nublaba mis sentidos. Eran unas ropas que desgarraban mi joven corazón.

Reconozco hoy que entonces comencé a sufrir en silencio. Sentí amargura al comprender que era una joven sin experiencia de nada, alimentada con tediosos paseos pueblerinos donde todos nos conocíamos y muchos, al no tener otra cosa más interesante que hacer, inventaban falsas historias basadas en suposiciones sin pies ni cabeza, que me fastidiaban bastante, pues a mí me gustaba ir a mi aire, con absoluta independencia, libre de ideas, sin prejuicios ni cortapisas ante el qué dirán o las murmuraciones.

Así que pedí algún dinero a mi madre para los gastos de primera necesidad. Quería empezar aquel viaje que tenía proyectado en mente. Ella lloraba al verme hacer la pequeña maleta que había descansado largo tiempo en el altillo del armario, aguardando paciente aquel momento. Metí lo imprescindible y me marché a Barcelona, que era en aquella época la ciudad española más europeizada de todo el país. Y sin nada más que muchas ilusiones en mente, me marchaba.

Quería volar, recorrer caminos inciertos, aunque sin interferencias que impidiesen encontrarme y reconocerme tal y como era, con mi propia personalidad y estilo de vida.

Mis padres intentaron retenerme sin éxito. Querían convencerme para que me quedara, pero yo estaba firme como un roble.

Me levanté sin ruidos la mañana de la marcha y solita me encaminé al puerto . Esperé la llegada del ferry que me iba a llevar a un mundo completamente desconocido, si bien, bastante idealizado por mí.

No podía imaginar lo que el destino me tenía reservado. En cualquier caso, tenía muy claro que no iba a regresar con las manos vacías a Ceuta, como una fracasada en ideales de grandeza y siendo a continuación el hazmerreír y la comidilla del pueblo.

A decir verdad, los principios fueron bastante duros, hoy no me explico cómo pude superar tantas dificultades. Sin embargo, pude sobrevivir gracias a las chapucillas que me iban saliendo. Unas veces me llamaban para cuidar a enfermos o ancianos. Otras, como cuidadora de niños. En fin, nadie se ahoga en un vaso de agua y de todo se sale, si una se lo propone.

Sin desgastarme demasiado pude comenzar nuevos estudios en las hora libres, no muy abundantes, por cierto. Y conseguí el título de enfermera. Que nadie piense que aquello que estudiamos muchas veces sin ver un objetivo claro, después no sirve para un futuro proyecto de vida. Y mi caso es hoy un ejemplo clásico e ilustrativo de ello.

No podría ahora explicar con precisión si aquellas primeras y precipitadas nupcias mías, fueron el resultado de la inconsciencia juvenil. Me casé con un joven médico que me deslumbró en un primer instante, por su aspecto descuidado y bohemio. No pensaba entonces en las consecuencias de lo que supone compartir cada día con un hombre desconocido, una casa, una cama, los recuerdos de tu familia ausente que valoras más cuando no la tienes cerca para disfrutarla, todo tu yo, y los problemas cotidianos que van surgiendo sobre la marcha.

La tristeza volvió a invadirme ante la frustración de un matrimonio que se acababa por falta de entendimiento y verdadero amor.

¡Nada es eterno!, me dije en los momentos cruciales para adquirir otra vez mi autoestima y consuelo.

Me duele recordar cómo deambulé y cómo lloré la lejanía de los míos. Yo tenía un escaso puñado de años que no pasaban de veinticinco.

En mis desventuras estaba sola, así que traté de aguantar todo el sufrimiento como buenamente pude, y la terquedad que siempre me ha caracterizado, me ayudó a soportarlo cuanto me vino. Incluso llegué a escribir a casa diciendo que todo iba bien, que sería tan sólo cosa de saber vivir aquella mala racha, pero que soportaría las adversidades con estoicismo y seguiría adelante sin volver atrás la cabeza.

La verdad es que en mi interior tenía la sensación de estar completamente perdida y de haberlo perdido todo. Aparte, que las reservas de dinero se hallaban bajo mínimos , había liquidado las joyas para afrontar gastos. Y tuve que deshacerme de los buenos muebles. La única solución que me quedaba era trabajar de sol a sol. Y eso justo fue lo que hice.

Sonrío ahora recordando aquella hermosa tarde de primavera, cuando precisamente también tomaba café en la terraza de un bar de las Ramblas barcelonesas.

De pronto apareció un hombre alto, rubio, de tez blanquísima y una inmensa mirada azul. Su contextura fuerte me subyugó sin límites, desde el primer instante. Sin embargo, en sus facciones ya se detectaban los surcos de amargura o alguna añeja desesperación aún sin sanar.

Él también se fijó en mí, algo vería en mi semblante que nos semejaba un poco. Su inconfundible acento sajón al decirme “hola, ¿qué tal?” , avivó mi atención, al tiempo que nuestras miradas se cruzaron. Enseguida comenzábamos una conversación distendida y pronto nos dimos cuenta que necesitábamos el uno del otro.

Y de este modo volví a la vida.

Creo que me pongo ahora un poquito romántica, pero he de decir que pasamos aquel invierno frío susurrándonos palabras de amor empapadas de ternura mutua que nos hacían mucha falta. Hasta que un buen día decidimos tomar el mismo sendero, habitar la misma casa y compartir nuestras vidas juntos.

Harold era de origen holandés. Su padre había sido un Rab que le había tocado engrosar filas en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Salvó de milagro el no haber sido gaseado o cremado, y cuando todo acabó, cuando todos en su pueblo lo creían muerto, él cogió un saco de pan duro que encontró en el campo y cargando con el maná al hombro, andando día y noche, consiguió llegar a casa para regocijo de todos.

Harold fue un niño deseado y bien criado, con lujos. Durante los años sesenta se vino a España siendo ya un apuesto joven, quería probar el significado de ser hippy a costa de las rentas familiares, que le permitían viajar y conocer el mundo sin ningún tipo de problemas.

Guardaba en su corazón solitario un íntimo secreto. Había dejado en Holanda sus fieles amigos los nomos esparcidos entre los húmedos campos inundados de setas gigantes, por los espaciosos bosques donde él había correteado y reído en cualquier época del año. Los nomos solían danzar formando ruedas, al tiempo que entonaban las más bellas canciones jamás oídas. Unas dulces baladas que relataban las maravillosas historias que habían ocurrido siempre a los suyos, metidos en el interior de la tierra para no ser molestados por los humanos.

Nadie tenía poder para verlos, ni la facilidad para poder visitarlos en su propio hábitat. Nadie, excepto jóvenes como Harold, dotados de una imaginación prodigiosa y una mente extraordinaria capaz de soñar otros lugares donde los hombres no habitan. Ellos podían ver a los nomos, pequeños duendecillos regordetes con cabeza y orejas grandes, y gruesas pantorrillas.

Ellos eran los perfectos guardianes de tesoros subterráneos, hábiles para subir y bajar montes sin ningún esfuerzo, que acumulaban en sí mismos los poderes de la auténtica felicidad. Y gozaban de un mundo onírico riquísimo

Harold me llevó a su casa. Estaba escondida en medio de un paraje boscoso, entre los valles de la Barcelona campestre, después de atravesar una carretera de rica floresta y con muchas curvas , una casita de cuentos donde él había sido antes muy feliz con su primera esposa. Ellos habían estado buscando el paraje ideal para construir su vivienda, y lo consiguieron al fin. Mas la felicidad es efímera como ya dije, y dura bien poco. Didí se iba secando poco a poco, con una enfermedad por entonces incurable. A todos daba ella consejos y conformidad hasta última hora. Y todos la querían por sus muchas bondades.

Él la cuidó hasta la extenuación, hasta que dejó de respirar. Cogió una avioneta, surcó los aires durante horas, luego bebió mucho para olvidar. Después creyó verla acompañada por los nomos que la hacían su huésped invitándola al interior de sus mansiones subterráneas por entre aquellos montes catalanes.

Harold se aficionó a la bebida, llevó a sus dos pequeñas con los abuelos holandeses, y permaneció con la mirada triste hasta que nos encontramos en aquel café barcelonés, y desde entonces comenzó a vivir y soñar de nuevo.

La casa, encumbrada en la hontananza, gozaba de sol y frescura, plena de espacios verdes y variopintos tonos de colores diseñados por las florecillas silvestres del lugar, justo lo que yo había guardado en sueños sin atreverme a evocarlos por temor a que se convirtiesen en estatuas de sal y fuesen tan sólo un espejismo de irrealidades difíciles de encontrar en la vida diaria.

El jardín conservaba medio secas plantas aromáticas, narcisos, magnolias y jazmines, en oto tiempo bien cuidadas por la sutil mano de Didí, y que ahora se había ido a vivir a casa de los nomos.

Decidí volver a dar mi aliento a todo aquel entorno encantado. Y pronto vi retoñar a las agradecidas plantitas que habían permanecido en estado salvaje algún tiempo. He de reconocer que sentí una mano benefactora ayudándome en el huerto y en el jardín. Sentí la sensación, por qué no decirlo, de que Didí bendecía cualquier rincón del hogar y estabilizaba de armonía y paz aquella casa.

Muy pronto también, aprendí a cultivar productos hortícolas y a conservarlos envasados en el otoño, a fin de disponer de una reserva durante el invierno, cuando caían las nieves que cubrían las laderas que lindaban con el pueblo vecino y hacían incomunicable nuestra casa varios días.

Planté nuevos árboles frutales que proporcionaban carnosos frutos y fresca sombra en los fatigosos veranos de calor. Harold me enseñó a reciclar los deshechos , devolviéndolos, transformados en abonos, a la tierra madre. Supe pronto fabricar riquísima carne de membrillo, mermelada de moreras y pastel de castañas. Y los gatos que andaban por alrededor de las casa buscando ratones que expoliaban el trabajo de la huerta, se hicieron nuestros amigos.

Harold me habló del papel desempeñado por los nomos. Cómo le ayudaron a soportar el vacío de Didi. Cómo habían cuidado de las pequeñas en los largos inviernos, quitando nieves, allanando caminillos y apartando piedras para evitarles a ellas los peligros. Y en verano apartaban los matojos y hojarasca de camino, o asustaban a las alimañas para que no molestasen a las pequeñas. E incluso, llevaron a las niñas al colegio de la aldea.

Casi lloraba de alegría al conocer las bellas historias jamás oídas sobre los nomos.

Es un secreto que guardo íntimo, pero un día fuimos los dos a visitar las casitas de los duendecillos en medio de la inmensidad del bosque vecino. Enseguida divisamos a lo lejos unas figurillas minúsculas que levantaban sus manitas alegres y gritaban con intensa algarabía, ataviados con vestidos típicos de ricos colores, altos gorros de cucurucho, jugueteando con ardillas recién nacidas. Todos nos daban la bienvenida y se reían emocionados brincando para poder besar mis manos y las de Harold.

Ellos jugaban entre pinos verdes cuajados de piñas jóvenes y de higueras a punto de dejar caer los higos tiernos.

La casa parecía una fiesta perdida entre la verde espesura. Y los nomitos nos veían bostezar por las mañanas ofreciéndonos jugosos frutos de los árboles. El espíritu de Didí flotaba entre nosotros, quizás una brisa o tal vez un olor a fragancia..

Pero nada es eterno.

Harold no podía superar su afición a la bebida e incluso fue yendo a más. Empezaron pronto las discusiones y los maltratos.

Yo veía que mi vida se extinguía poco a poco, porque sentía una avalancha incontenible sobre mí y me sentía incapaz de solucionar nada, ya que me había quedado sin fuerzas.Todo lo anterior volvía a repetirse. La mala racha volvía a surgir.

Y tomé la resolución que tenía en mente. Marchar a Granada. Retomar mis estudios. Volver a empezar.

Ha sido una dura lucha. Nada es fácil. Yo he perdonado a Harold su falta de fuerzas, y estamos en paz.

Granada es mi sueño. Andalucía, son en, realidad, mis raíces.

H e curado mis heridas. Tengo mi casa que pago con mi trabajo. Y ¡vivo!

Vivo, y tengo esperanzas de futuro.
 

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