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OPINIÓN - JUEVES, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Luis Aragonés
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

La primera vez que le vi de cerca fue durante su primera temporada en el Real Betis, entrenado por Fernando Daucik y ya se había distinguido en el Oviedo por golpear el balón de manera magistral. El Zapatones causaba respeto porque parecía que estaba siempre sumido en un cabreo impresionante. Yo tenía un año menos que él cuando Portuense y Betis jugaban un partido amistoso en el campo de Eduardo Dato. Destacaba no sólo por su calidad sino porque, además, era alto entre jugadores de poca estatura.

Ganó fama en el Atlético de Madrid, pero anduvo siempre molesto por cómo Adelardo le birlaba el afecto de la hinchada. Si el equipo ganaba los méritos tenía que compartirlos con el extremeño. Si bien en las derrotas a Luis le tocaba pagar los vidrios rotos. Le gustaba la noche, y en ella hallaba siempre el consuelo para sus males, gracias a personajes como Pepín Cabrales y otros noctámbulos que trataban por todos los medios de recordarle que era el más grande. Que era el santo y seña del Atleti.

Se hizo adicto de esas adulaciones por parte de quienes estaban catalogados de maestros de la ocurrencia, del halago brillante, del latigazo de guasa... Frecuentó a toreros, cantaores, artistas venidas a menos o en estado de gracia, y sobre todo a ciertos bufones que le jaleaban sus salidas de tono, unas veces; mientras en otras esos mismos tiesos hacían enormes esfuerzos por levantarle los ánimos. Y en medio de toda esa farándula, comenzó a ejercer su casticismo de barrio y a echarse para adelante.

En el verano del año 72, cuando aún era jugador en activo, llegó Luis al Curso Nacional de Entrenadores, celebrado en Madrid, bajo la dirección de Pepe Villalonga, presionado por sí mismo. Quería ser el número uno de una promoción de entrenadores en la que se habían dado cita nombres famosos del fútbol español. Gento, Amancio, Fernando Yosu, Tartilán, Luis Costa... Llevaba bien aprendida la teórica, pues se le notaba que se había leído todos los apuntes editados por la Escuela de Entrenadores Castellana. Sin embargo, en la práctica acusaba inexperiencia. Ni que decir tiene que se llevó un berrinche cuando se vio superado por Luis Costa. Un tipo entrañable.

Un día, el buen hacer de un equipo entrenado por mí hizo posible que le disputara una eliminatoria copera al Atlético de Madrid. Quedamos citados para hablar en El Caballo Blanco de El Puerto y allí acudí con alguien que lo frecuentaba cada dos por tres, en Casa Lucio. Era Pepe Jiménez Bigote. Éste, del atleti fetén, le recordó que su infelicidad radicaba en no haber podido jugar en el Madrid. Y a Luis se le encendió el rostro y dio muestras de estar dispuesto a retorcerle el cuello a Bigote. Pero, conociendo al personaje, decidió tragar quina. Por lo que me dijeron, esa escena se repetía muchas veces en el Madrid de los Austrias.

Luis, que había recibido todos los informes de Martínez-Jayo sobre nuestro equipo, no dudó en alinear al equipo titular: el de los Pereira, Leal, Leivinha, etc. En Madrid, en una noche de viento y agua, tampoco quiso perderle la cara al partido y repitió a los habituales. Elogió mi trabajo y yo pude comprobar que en las distancias cortas daba mejor impresión, mucha mejor, de lo que aparentaba. Nada que ver con esa actitud de jaque que le ha otorgado Relaño. Cuando volvimos a encontrarnos en Ceuta, durante un torneo veraniego, confirmó lo que ya sabía de él: hablaba de fútbol por los codos con quien él comprendía que chanelaba de la cosa y miraba con indiferencia a los advenedizos.

Aquel Luis, que tanto respeto me merecía, no tiene nada que ver con el que, días atrás, asaetado a preguntas por José Ramón de la Morena y otros periodistas, se mostraba desnortado. ¡Qué pena!
 

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